viernes, mayo 26, 2006

Joyas Mágicas







































EL COLLAR DE LA DIOSA DE LOS FAVORES

A principios del mes de diciembre de 1899, el capitán de fragata Julien Viaud —célebre literato conocido con el nombre de Pierre Loti(1) emprendió un viaje a las Indias, un viaje no oficial en esta ocasión, como simple turista.

En el palmarés de este hombre apasionado por el exotismo, siempre en busca de horizontes nuevos, faltaba el país de los maes­tros y los maharajás.
Tras embarcarse en Marsella, atravesó el Mediterráneo, el mar Rojo y el mar de Omán y, después de unos quince días pasados «entre el luminoso azul del cielo y el mar», hizo escala en la isla verde: Ceilán.

Permaneció poco tiempo en aquella jungla de palmeras, aunque visitó las ruinas de Anuradhapura, ciudad dos veces milenaria, se­pultada para siempre bajo las raíces y las lianas de la selva.
Antes de desembarcar en el continente indio, tuvo que esperar una respuesta del maharajá de Travancore, que le recibió como su huésped. En realidad, Loti llevaba el encargo de entregarle una condecoración francesa, las palmas académicas.

Tan pronto como un delegado de Su Alteza efectuó las diligencias necesarias, el escritor reemprendió el camino.

Durante toda su estancia en las Indias, Loti adoptará los medios de locomoción más diversos y más pintorescos: a veces el tren, cuando se le ofrece la oportunidad, pero también, y sobre todo, carretas tiradas por cebúes; barcas para atravesar las interminables lagunas, «como pequeños e inofensivos océanos», con «bateleros de bronce claro», cuyo equipo se renueva en todas las paradas; coches cuyo equipaje está formado por caballos de las cuadras reales; incluso elefantes, animales magníficos, extraordinariamente ataviados, encaparazonados al estilo indio, provistos de cómodos palanquines, en los que se instala acompañado por un «amable personaje de la corte».

Cuando se encuentra frente al maharajá de Travancore, anota a su respecto: «Me había temido la aparición de un príncipe vestido con levita, a la occidental. Pero no. Tuvo el buen gusto de mostrarse como el indio que era, con turbante blanco y un traje de terciopelo, con botones formados por grandes y límpidos diamantes»(2).

En el curso del mismo periplo, se dirige después a visitar al maharajá de Meswar. Y se queda admirado ante el espléndido collar de zafiros que lleva el príncipe sobre un sencillo traje blanco.

Prosiguiendo su viaje, pasa el día de Año Nuevo de 1900 solo en una isla, antigua residencia del gobernador holandés. Atraviesa luego la India de los famélicos, refiriéndose con intensa compasión a la espantosa miseria de los «muertos de hambre» —verdaderos esqueletos ambulantes—, acechados por los cuervos, que aguardan pacientemente a que exhalen su último suspiro...

Gracias a las cartas de presentación del maharajá de Travancore, le resultan accesibles los medios más cerrados. Conoce a sacerdotes, a maestros, a pandits(3).

En Madrás, es recibido por un grupo de teósofos. Eterno inquieto, espera beber gracias a ellos en la fuente del desapego supremo, del apaciguamiento, de la renunciación a todo lo terreno y transitorio.

Pero se siente decepcionado, lleno de desconcierto. Su austera doctrina le parece pueril y vana. El jefe del grupo advierte su decepción. Le aconseja entonces no abandonar la India sin haber visitado a sus amigos, los teósofos de Benarés, cuya atmósfera psíquica le convendrá mejor.

Y será esa búsqueda de la Verdad, ese deseo de una mística de la que pretende obtener la certidumbre de «la prolongación infinita de las almas», la que le conducirá a Benarés, la ciudad santa por excelencia de la India.(4) Allí se producirá un acontecimiento, en apariencia sin importancia, pero cuyas extrañas y bienhechoras repercusiones se perpetúan hasta nuestros días.

Llegado a Benarés, remonta primero en barca el Ganges, donde asiste a las tradicionales ceremonias fúnebres. Las piras de cadáveres, alimentadas por débiles ramitas que humean y arden mal, le dejan consternado. Sólo las piras de los ricos alzan bien sus llamas.

Para cambiar de ideas, visita a continuación el barrio de las bayaderas y las cortesanas, asomadas a sus balcones, ya adornadas y pintadas para «la gran prostitución de la noche».

Por último, se dirige a la «Casa de los Sabios». Le reciben muy bien. Y tiene la sorpresa de encontrar a una mujer, una «europea escapada del torbellino occidental»: Annie Besant. Vive allí, indiferente al mundo, con los pies descalzos, «frágil como la esposa de un brahmán y austera como una asceta».

Se entera por ella de que, entre los teósofos de Benarés, figuran budistas, brahmanistas, musulmanes, protestantes, católicos, cristianos ortodoxos. Esta infinita tolerancia religiosa le seduce.

A pesar de una «apariencia» de iniciación que no le satisface, sus relaciones con los «sabios» siguen siendo afectuosas. Cierto que varios de ellos —lo mismo que Annie Besant— hablan francés, lo que favorece sus relaciones.

Entabla amistad con un joven brahmán y le solicita detalles sobre los templos más significativos de Benarés, que desea visitar.

Enterado de su afición a los talismanes —Pierre Loti poseía toda una colección, traída de todos los rincones del mundo—,(5) su nuevo amigo le aconseja dirigirse al templo de la diosa de los Favores, donde, en distintas épocas del año, se exponía sobre las rodillas de la diosa un extraordinario y muy antiguo collar mágico.

Según la leyenda, si se formula un deseo tocando al mismo tiempo el collar, dicho deseo se cumple durante un año. Sin embargo, se permite la entrada en el interior del santuario de la diosa, situado al fondo del templo, a muy raros privilegiados. (6)

En realidad, el collar, compuesto por cuarenta y seis cuentas de ámbar, es un rosario tibetano muy antiguo. Se encontraba primitivamente, varios siglos antes de la era cristiana, en un monasterio de Lhasa.

Grandes iniciados, que practicaban la magia teúrgica, al manipularlo durante sus plegarias, lo «cargaron» con radiaciones benéficas, de un poder tal que desafían al tiempo.

Después de varios años de ensalmos y de pases magnéticos, cuando lo juzgaron «digno de los dioses», algunos de los monjes franquearon el Himalaya por caminos escarpados, a fin de llevarlo a Benarés. Una vez allí, lo ofrecieron a la diosa de los Favores en el curso de ceremonias rituales.

Fascinado por la historia del «rosario sagrado», Pierre Loti hizo cuanto estaba en su mano por llegar junto a él.

El escritor y navegante nunca volvía de sus lejanos viajes con las manos vacías. Solía traerse numerosos muebles y objetos raros, con los que ornamentaba su casa de Rochefort.
Hasta tal punto que, con el tiempo, ésta acabó por parecer a la vez un museo —y eso ha llegado a ser en efecto desde entonces—, un palacio de las Mil y Una Noches y un batiburrillo tremendo.

De Egipto, se trajo una colección de momias; de Persia, armas cinceladas y tapices suntuosos; de China, valiosas y muy antiguas porcelanas; de Turquía, catafalcos e incluso una mezquita entera de mosaico, de una rara belleza, que compró en 1893 por 15.000 francos oro y que hizo transportar desde Oriente, en piezas separadas, por intermedio de los contrabandistas.(7)

Pero al dejar la India, llevaba entre su equipaje un recuerdo menos voluminoso: el fabuloso collar de la diosa de los Favores...

¿Cómo se convirtió en el propietario de este extraordinario talismán? Misterio. Jamás reveló en qué circunstancias entró en su posesión.


En La India sin los ingleses, no da ninguna precisión al respecto.

Sólo nos enteramos de que, gracias a sus altas relaciones, las puertas de los templos más secretos no suponían ningún obstáculo para él.

«Mañana me abrirán las puertas de las naves secretas y exhibirán delante de mí sus tesoros.»

En efecto, las puertas se abrían de par en par ante el huésped de los Maharajás. Nos lo describe así:
Las salas a las que me conducen después, edificadas y techadas con bloques enormes, presentan la apariencia de tumbas ciclópeas...
Habitan en ellas un león de plata, un pavo gigantesco, de oro. Con la cola desplegada, cada ocelo de sus plumas está formado por un cabujón de esmeralda.

Hay una vaca de oro, que tiene rostro de mujer, de tamaño superior al natural, con piedras preciosas en las orejas, y piedras preciosas también en el tabique de la nariz, como suelen usar las indias.

Y continúa:
Me hacen sentar en un sillón, cerca del montón de piedras preciosas y de oro. Me ponen alrededor del cuello una guirnalda de caléndulas, y los sacerdotes comienzan a presentarme las joyas seculares, sacadas por una hora de sus profundos escondites.

Me obligan a tocarlas, se divierten... en echarlas una tras otra sobre mi regazo. Tiaras de oro por docenas, macizas y adornadas con piedras preciosas de todos los colores. Cordones trenzados de rubíes y de perlas, que parecen serpientes boas, brazaletes con más de mil años de antigüedad. Viejas gorgueras, tan pesadas que apenas se logra levantarlas con una sola mano...

¿Qué ocurrió, pues, cuando el escritor hubo franqueado el umbral del templo de la diosa de los Favores? Algunos se preguntan si no sobornaría a un guardián... Sus íntimos, en cambio, piensan que un alto dignatario del templo, subyugado por el encanto del prestigioso visitante, pudo ofrecerle espontáneamente el collar...

Pasaron dos años, durante los cuales participó como oficial de marina en la campaña de China, entre otros acontecimientos.

Luego, visitó las tumbas de los emperadores y se dirigió a Angkor.
De regreso a Rochefort, solicitó un permiso de tres meses, que aprovechó para terminar y publicar dos obras: Los últimos días de Pekín y La India sin los ingleses.

En agosto de 1902, enviada desde Biarritz, recibió una invitación de la reina Natalia de Servia a su recepción anual, la más importante manifestación de la temporada mundana en esta ciudad balnearia(8).

Y curiosamente, como se verá, tal invitación iba a motivar el «cambio de propietario» del famoso collar, el cual, tras una serie de peripecias poco comunes, fue a parar a las manos de la joven pero ya célebre adivinadora Fraya.

Ahora bien, por aquel entonces la reina Natalia era una mujer muy hermosa, de unos cuarenta años. Aunque repudiada por su marido, el ex rey Milano Obrenovich IV, llevaba un tren de vida fastuoso.

Habiendo elegido Francia como su segunda patria, se construyó en Biarritz un verdadero palacio frente al océano: la «Villa Sachino».(9)

Allí vivía, rodeada de asiduos visitantes, dando bailes, recepciones de un lujo inusitado, a las que asistían las notabilidades locales y la aristocracia internacional.

Aquel año, la ex soberana había decidido celebrar una fiesta de caridad en los jardines del palacio, una fiesta que duraría tres días. Los ingresos se destinaban a edificar una nueva iglesia en Biarritz.

En respuesta a la invitación de la reina. Pierre Loti le escribió como sigue:

Señora:
Vuestra Majestad es tan indulgente que me perdonará sin duda no poder responder hoy a su llamada. A pesar de las muchas complicaciones de mi vida, lo he solucionado todo para consagrar el día de mañana o el de pasado mañana a la venta de caridad, como le decía a Vuestra Majestad en mi carta de esta mañana. Acudiré, pues, mañana sábado, ya sea por la mañana o por la tarde, según las órdenes que me traiga el amigo encargado de este mensaje. O bien, dejaré mi viaje para el domingo, si Vuestra Majestad lo prefiere.

Por muchas «complicaciones» que hubiera en su vida, no deseaba por nada del mundo perderse esta fiesta, ya que una de sus principales atracciones iba a ser la vidente Fraya,(10) cuyos méritos había oído ensalzar a su gran amiga Juliette Adam.

Por muy sorprendente que parezca, esta influyente mujer de letras, «princesa de la Tercera República», amiga de Gambetta, de Dérouléde, de Maupassant, fundadora de La Nouvelle Revue, que «lanzó» entre otros a Maurice Barres, Paúl Bourget, León Daudet y Pierre Lot(11) y cuyas recepciones «revestían mayor esplendor que las del Elysée», consultaba de manera muy regular a la joven profetisa.

Fue, por lo tanto, durante el transcurso de esta fiesta de caridad cuando el escritor entabló conocimiento con ella.
Le recibió en un pequeño y curioso pabellón, del tipo «garita balnearia», cubierto por una gruesa lona a rayas verdes y blancas.

Un gran cartel, fijado en el frente, anunciaba: Fraya, célebre grafóloga, lee las líneas de la mano.
Loti se sintió tan impresionado por sus predicciones que quiso expresarle su agradecimiento.

Tan pronto como regresó a París, le dedicó un artículo muy elogioso en Le Fígaro, con el título: «Una quiromántica en casa de una reina en el exilio».

Poco tiempo después, respondió a un periodista de Le Gaulois, Julien de Narfon, que deseaba saber más sobre su encuentro con Madame Fraya:

—Hasta el sábado, siempre pensé que la quiromancia se reducía a broma, camelo, charlatanismo. Pero ese día, Madame Fraya, que ocupaba, como usted sabe, el «pabellón de la buenaventura» en la fiesta de Sachino, me leyó las rayas de la mano. Era la primera vez que me prestaba a una lectura de ese género y sentía un escepticismo absoluto, se lo aseguro, aunque mi amiga, la señora Juliette Adam, me había hablado extraordinariamente bien de mi quiromántica. Pues bien, Madame Fraya me contó una serie de cosas extraordinarias, perturbadoras, con un lujo de detalles y precisiones que me impresionaron y emocionaron mucho. Por desdicha, esas cosas forman parte de mi vida íntima y me es imposible en absoluto hablar de ellas. No obstante, hay una que no veo inconveniente en revelarle. Durante mi viaje por Persia, fui atacado por unos bandidos que me dejaron casi por muerto. Nunca había hablado en Francia de esta aventura, y Madame Fraya no podía conocerla. Y sin embargo, me hizo una descripción muy exacta, con todas las circunstancias de tiempo y de lugar. ¿No le parece un prodigio?(12)

A la propia Madame Fraya le escribió las palabras siguientes:
adjuntando el autógrafo que ella le había solicitado:

Envío con mucho gusto a Madame Fraya el autógrafo que desea. Me siento dichoso de repetir que su superior poder de adivinación me ha llenado de asombro, hasta el punto de sembrar la perturbación en mi ánimo. Sin la menor duda, hay un misterio en eso.(13)

Muy pronto, se establecieron relaciones amistosas entre el escritor y la joven vidente.
Cada vez que se encontraban, fuese en París, fuese en la costa vasca, Pierre Loti no dejaba de solicitarle que le leyese las líneas de la mano.

Durante toda su vida, demostró una conmovedora confianza en Madame Fraya. Su gratitud hacia ella llegó hasta tal punto que un día le mostró el famoso collar de la diosa de los Favores.

—Ya conoce usted mi pasión por los talismanes —le dijo—.Éste es prodigioso. Tiene más de dos mil años. Se lo regalo. Ojalá se extiendan sus beneficios y proteja a quienes crean en su misterioso poder. No me pregunte cómo lo conseguí. No puedo revelárselo...

Después, le narró sus orígenes, como se los había precisado su amigo, el brahmán de Benarés.

Los consultantes ilustres de Madame Fraya solían testimoniarle su agradecimiento ofreciéndole fastuosos regalos. Los grandes duques de Rusia cubrían de monedas de oro su pequeño secreter. La reina de Servia le regalaba bonitas sortijas y toda clase de obras de arte. Anna de Noailles le daba chales de rica seda.

No obstante, el don poco habitual de Pierre Loti conmovió de manera particular a la joven vidente, puesto que atravesaba entonces por un período de extremada soledad moral.

A pesar de su fama creciente, aquella hermosa mujer, cuyo rostro «parece modelado por Latour» y cuya mirada «capta de inmediato el misterio de un ser»,(14) aquella nueva reina del «París brillante» no era feliz. Separada de un marido tiránico, un hombre de sensibilidad enfermiza, engreído de su persona y de su erudición —era catedrático de gramática—, después de un breve y absurdo matrimonio impuesto por sus padres, Madame Fraya se lamentaba del vacío profundo de su vida afectiva.

¿Coincidencia? Tan pronto como tuvo el collar en sus manos, su destino se aclaró. Por primera vez en su existencia, conoció un largo período de felicidad, de paz, rodeada del afecto de un ser por el que experimentaba «un gran cariño», el eminente crítico de arte Rogers-Marx.
En su compañía, hizo, entre otros, numerosos viajes por Italia. Y siempre, sin excepción, se llevaba el collar en su equipaje...

A medida que pasaban los años, aumentaba su amistad con Pierre Loti, que duró hasta la muerte del escritor.(15)

A partir de 1904, se vieron regularmente, ya que en ese año Pierre Loti adquirió en Hendaya una especie de ciudadela acondicionada para vivienda, a la que bautizó con el nombre de Bakhar-Etchea (la Casa de la Soledad), convirtiéndola en su residencia habitual.

Por su parte, y a fin de aproximarse a él, Madame Fraya se hizo construir un chalet en Hendaya, que denominó Les Charmettes.(16)

En pleno verano, el escritor invitaba con frecuencia a su encantadora vecina. A Madame Fraya le agradaba mucho la Casa de la Soledad. De fachada extremadamente austera, resultaba en compensación muy agradable por el lado del jardín, con sus terrazas que descendían hasta el Bidasoa.
La ciudad de Fuenterrabía se extendía al otro lado del río y, al anochecer, después de ponerse el sol, ver las luces encenderse una tras otra en la orilla española ofrecía un espectáculo de ensueño.

Después del «cambio de propietario», el collar de la diosa de los Favores disfruta de una inesperada fama. Su leyenda se extendió por la capital como un reguero de pólvora. Numerosas fueron las personalidades del «Todo París» que solicitaron el privilegio de tocarlo. De hecho, casi todos los nombres ilustres de la Belle Époque y los Años Locos.

Madame Fraya vivía entonces en una elegante planta baja de la calle de Edimbourg. Conservaba el talismán en su gabinete de consulta, situado al alcance de su mano, sobre un pequeño velador.

Entre los primeros clientes a quienes permitió tocarlo, podemos citar a Julia Barret, conocida por el sobrenombre de «La Divina», los grandes duques de Rusia, Juliette Adam, Rosemonde Gérard,(17) y su hijo Maurice Rostand, Colette, la princesa Bibesco, el editor Fasquelle, Cécile Sorel, Maurice Barres e incluso el muy escéptico Anatole France.

En 1933, en el apogeo de su carrera, la ilustre vidente abandonó la calle de Edimbourg. Su hija Marcelle, a quien no agradaba aquella planta baja, un poco sombría, la incitó a adquirir un hotelito particular, en el número 6 de la calle Chardin, no lejos de los jardines del Trocadero.

El collar mágico volvió a reinar de nuevo sobre el velador de su gabinete de consulta, cerca de la ventana. De él se beneficiaban sus amigos íntimos, en particular sir Alexander Korda, magnate del cine inglés en los años treinta, y su esposa, lady Korda. Sin olvidar a las actrices que gozaban de renombre en su época, como Alice Cocea, Marguerite Moreno y Mary Marquet.


En 1949 fui a entrevistar a Madame Fraya.

Me parece verla todavía, viniendo hacia mí, muy menuda, de grácil silueta, extremadamente encorvada, casi doblada. Su fino rostro estaba iluminado por unos ojos negros muy penetrantes, donde se leía una gran bondad.

Ya durante ese primer contacto, me sentí muy impresionada por la precisión de su memoria, la extensión de su cultura, lo juvenil de su carácter y, sobre todo, por ese fabuloso poder de descifrar el porvenir que la convertía en un personaje fuera de serie, un poco misterioso pero nunca inquietante.

No había nada en ella de una iluminada. Al contrario, en todas las circunstancias conservaba los pies bien firmes sobre la tierra, manifestándose siempre maravillosamente humana.
Muy pronto, una firme amistad se entabló entre la ilustre anciana y la joven periodista que yo era entonces.

Y suprema señal de estima, en las semanas que siguieron me permitió tocar el collar de Loti.
Se trataba en verdad de un extraño collar, aunque nunca me hubiera fijado en él de no haber atraído ella mi atención.
Se encontraba cerca del teléfono y de su lupa con mango de nácar —regalo de la reina Natalia—, colocado bien plano sobre el velador, entre toda una colección de tabaqueras antiguas, de relojes arcaicos y de medallones.

Sus cuentas de ámbar, separadas por turquesas, aparecían empañadas de vejez, descoloridas por los años.

En extremo ligero —pesa sólo setenta gramos—, se desprendía de él una indefinible impresión de suavidad.
—Tóquelo con los dedos de las dos manos —me dijo Madame Fraya—. Ya verá cómo le da suerte. Gracias a él, tendrá usted encuentros benéficos, y su situación mejorará.

Y de pronto, me lo quitó con viveza, como si temiese que se lo desgastase.
Después de haberlo devuelto con toda una serie de precauciones a su lugar, me explicó la historia que acabo de contar, añadiendo:

—He podido comprobar muchas veces su sorprendente poder. Lo «siento» cargado de emanaciones eminentemente benéficas. Exhala una fuerza sobrenatural. Varios radiestesistas de la mayor solvencia comparten mi opinión.

La fuerza actúa de acuerdo con el psiquismo personal de cada uno. Se trata de una cuestión de correspondencia. Si uno es muy receptivo, nada más que con mirarlo, sus radiaciones actúan sin que el interesado se dé cuenta. Las personas muy sensibles sienten a su contacto una impresión de calor, de hormigueo en la punta de los dedos. A otros se les pone la carne de gallina. Los escalofríos recorren su cuerpo. ¿Y por qué extrañarnos?

Lo que hoy nos parece misterioso se explicará algún día científicamente. Lo tengo en una gran estima. En mucha. Sólo permito que lo toquen los amigos a quienes más aprecio. Sin ser supersticiosa, creo en las virtudes de ciertos objetos, de determinadas piedras. ¿Quién puede estar seguro de disfrutar de una felicidad definitiva y estable? Un día, una de mis clientes tuvo la audacia de robármelo, mientras la había dejado sola por un instante para ir a tomar una taza de té. Cuando volví, mi mirada se posó en el acto sobre el velador. Al sentirse desenmascarada, me dijo: «¿Busca usted su collar? Aquí lo tiene». Lo sacó del bolsillo del abrigo, me lo entregó y se marchó dando un portazo.

Fascinada por la atrayente personalidad de esta vidente fuera de lo común, mis visitas a la calle Chardin se multiplicaron.

Y para mí sola, desgranaba ella los recuerdos más extraordinarios de su prodigiosa carrera.
Sintiéndome intrigada por la historia del collar mágico, le pedí que me hablase más a fondo de su primer dueño occidental: Pierre Loti.

Entonces me hizo del escritor el siguiente y curioso retrato:

—Quienes no le conocían le encontraban siniestro. Era muy bajito, con una nariz como el pico de un ave rapaz, por encima de un espeso bigote oscuro. Su baja estatura le molestaba tanto que, cuando recibía a algún visitante más alto que él, se apresuraba a hacerle sentar... Con frecuencia se pintaba las mejillas de rosa y se teñía los párpados con kohol, lo que acentuaba aún más la fijeza de su mirada. La inquietud le atenazaba sin cesar. Reservado, tímido, en extremo desconfiado, le costaba trabajo conceder su amistad. Y sin embargo, se mostraba a sus íntimos en su verdadera naturaleza: fino, sensible, fiel en la amistad, de una gran delicadeza de sentimientos. Cuando se convirtió en el poseedor del collar de la diosa de los Favores, no pensó más que en extender sus beneficios en tomo a él. Era el ser más generoso y más desinteresado que haya existido.

Madame Fraya me contó un día muchos detalles sobre sus consultantes célebres, que creían en el poder de su talismán. Sarah Bernhardt acudía a tocarlo —en el más estricto incógnito— antes de embarcarse para sus triunfales giras por América, lo mismo que Sacha Guitry, en la época en que hizo debutar a Yvonne Printemps en su obra L'amour masqué.

En cuanto a Marcel Proust, cada vez que acababa una novela y se preguntaba si algún editor aceptaría publicársela, se dirigía a casa de Madame Fraya.

—Llegaba frioleramente arropado en una pelliza con cuello de nutria —me confió la vidente—, inquieto, trayéndose las hojas de papel recién cubiertas con su fina escritura o cuadernos de escolar llenos de tachaduras. Me preguntaba la suerte que les estaba reservada y si esta vez el editor aceptaría su manuscrito. No me creía cuando le predecía que tendría un éxito extraordinario, puesto que, en sus comienzos y durante largos años, se vio obligado a publicar sus obras por su propia cuenta.(18)

Tímido, puntilloso, modesto en exceso, dudando perpetuamente de su talento, se creía perseguido. Veía cábalas por todas partes, maniobras de enemigos imaginarios. Los días en que aparecía más atormentado, me pedía que le dejase tocar mi talismán con objeto de conjurar la mala suerte...

En el extremo opuesto a Marcel Proust, Louis Barthou, hombre regalón, desbordante de entusiasmo, no dudaba ni por un instante de su buena estrella. Hijo de un ferretero, convertido en un eminente político, además de historiador,[19] su vida fue una sucesión de éxitos. No temía en su vida más que una cosa: conocer un día la decadencia física, quedarse paralítico, impotente, a merced de los demás...

Al tocar el collar, formulaba siempre el mismo deseo: morir lo más tarde posible, pero de repente.

La diosa de los Favores le escuchó, puesto que, como se sabe, murió asesinado en una calle de Marsella, en 1934, al lado del rey Alejandro de Yugoslavia y a manos de conspiradores croatas.(20)

Más prosaicamente, André Antoine, fundador del Théátre Libre, pedía al collar que le ayudase a encontrar un mecenas para montar una nueva obra.

Anna de Noailles, una de las más fieles amigas de Madame Fraya, apeló también muchas veces a los misteriosos poderes del collar mágico. Cada una de sus visitas a la calle Edimbourg provocaba un gran zafarrancho. En primer lugar, su secretaria telefoneaba a Madame Fraya para anunciarle la hora aproximada de su visita. Después, justo en el momento en que abandonaba su hotel particular de la calle Scheffer, la doctora Francion-Lobre, que la trataba, telefoneaba a su vez para pedir que le «preparasen la tumbona».(21) Cuando el coche de la «divina condesa» se detenía al fin delante del edificio, Justine, la criada de Madame Fraya, se precipitaba para ayudarle a recorrer los escasos metros que la separaban del salón de consulta.

La instalaban entonces en una tumbona, rodeada de cojines y de pieles.
—Tan pronto como nos quedábamos solas —me contó Madame Fraya—, me pedía el collar. Yo se lo daba. Lo tomaba en sus manos, las manos más pequeñas y más finas que haya visto en mi vida. En ese momento, me hacía siempre la misma pregunta:

«¿Cree usted que algún día me convertiré en una anciana? ¡Sería horrible!» El drama del envejecimiento del cuerpo la obsesionaba, la sublevaba. «Si Dios existiese —me decía con vehemencia—, no permitiría una cosa semejante...» Yo le contestaba: «Tranquilícese, no dejará usted en nadie el recuerdo de una decadencia física. Sobrepasará la cincuentena y conservará siempre una apariencia en extremo juvenil». «Ojalá se realice su predicción. Mi más ferviente deseo consiste en no afrontar ese horrible monstruo: la vejez.» Al hablar así, cerraba los ojos por un instante, a fin de concentrarse, y me devolvía la preciosa reliquia, con gestos de una infinita dulzura, plenamente consciente de su fabuloso poder.

Poco antes de su fin, en abril de 1933, escribió una última carta a Madame Fraya, con su alta y noble escritura y una mano que no temblaba. Se la hizo llevar por su fiel doncella, Sarah, con objeto de que le llegase cuanto antes. En esta última carta, le decía que se sentía tan débil y tan triste que «le gustaría adormecerse en el reposo definitivo».

Al recibir estas palabras, Madame Fraya, profundamente afectada, se dirigió de inmediato a la calle Scheffer.
—Echada en su cama, parecía dormir... Cuando advirtió mi presencia, se incorporó de repente. Tomé en mis manos las suyas, pequeñas, adelgazadas... Intenté devolverle la confianza en la vida, pero una especie de presciencia, más fuerte que todos los razonamientos, le inculcaba la certidumbre de que sus horas estaban contadas. Le había llevado el «talismán de Loti», como llamaba ella al collar. Sus dedos febriles lo palparon apenas. Me lo devolvió con un gesto que significaba: «Ahora ya, ¿para qué?»

La víspera de su muerte, reclamó una vez más a la vidente, que acudió a su cabecera.
—Seguía siendo muy hermosa, a pesar de sus cincuenta y siete años, de una palidez conmovedora, lúcida hasta el instante fatal. Me tomó de las manos, como si quisiera aferrarse a mí, y me dijo: «¡Júreme que cree de verdad en la supervivencia! ¡Júreme que la muerte no significa el final de todo!»

Éstas fueron sus últimas palabras, ya que falleció aquella misma noche, el primero de mayo de 1933.

¿Coincidencias? ¿Quién puede asegurarlo? Durante los meses que siguieron a mis primeras visitas a la casa de la ilustre vidente y por lo tanto, después de haber tocado su famoso talismán, me sucedieron varios acontecimientos felices para mi carrera.

En efecto, por la mayor de las casualidades entablé conocimiento con diversas personalidades del mundo editorial, relaciones que me resultaron muy beneficiosas.

Después, por un concurso de circunstancias en absoluto imprevisibles, conocí a Georges Reynal, entonces director del Servicio de Información adjunto a la Presidencia de la República, cuyos atinados consejos en el plano profesional me fueron de gran utilidad.

Desde entonces, se han tejido entre nosotros sólidos vínculos de amistad y vuelvo a pensar, no sin emoción, en la época en que me recibió en su despacho del Elysée, durante el mandato del presidente Vincent Auriol, exactamente ocho días después de haber tocado el collar de Madame Fraya...


Los años pasaron.

La rueda del tiempo giró cada vez más de prisa para la célebre adivina, tan verdad es que los años parecen encogerse a medida que avanza la vejez.
Asistí impotente a su ocaso. La artritis la minaba.

Tuvo que suprimir las salidas, aunque no las consultas, ya que la clarividencia constituía toda su vida.
Terminó por no poder bajar siquiera la escalera que unía el primer piso con la planta baja. Entonces, se resignó a recibir a sus visitantes en el dormitorio.
Sentada en la cama, con una mañanita de lana rosa envolviendo sus frágiles hombros, siempre muy coqueta y muy arreglada, con la lupa en la mano, la cara iluminada por la suave luz de la lámpara de su mesa de noche, daba cada vez más una impresión de «sobrenatural».

En cuanto al collar mágico, lo había relegado a una caja de guantes.
—A pesar de todas sus virtudes —me dijo—, no tiene el poder de cambiar la fecha de nuestra muerte, fijada de manera irremediable desde el instante del nacimiento... Cuando suena la hora, hay que aceptarla...

Ahora «sabía» que su última hora se aproximaba. «Sabía» que iba a extinguirse de inanición, como su madre, casi durmiendo...

Poco antes de su fin, tuvo un sueño. Se lo comunicó a su ama de llaves. Había visto a «todos sus queridos muertos, que venían a buscarla».

El 16 de febrero de 1954, en un París petrificado por la helada, falleció dulcemente. Un bloque de hielo, al desprenderse del tejado, destruyó su veranda. Las cañerías del agua estallaron, el contador eléctrico no funcionaba. Una vela iluminaba el descanso de la que fue la mayor vidente del siglo.

Después de su muerte, su hija —que siempre había despreciado la poco habitual profesión de su madre— decidió vender en pública subasta todos los objetos románticos, figurillas, grabados, procedentes de su hotel particular de la calle Chardin. Y sobre todo, los que habían adornado el gabinete de consulta y las dos salas de espera.

Una amiga me dio la noticia por teléfono. Yo estaba en cama, con gripe.
—Acabo de salir del Hotel des Ventes —me dijo—. Entre los objetos expuestos en la Sala número 6, se encuentran todos los que había en el gabinete de consulta de Madame Fraya, comprendido el famoso collar de Pierre Loti...
¡El talismán de Madame Fraya iba a ser vendido en pública subasta! Me quedé anonadada.
A toda prisa, me levanté, me precipité hacia un taxi y di la dirección de la Sala Drouot.
Eran casi las dos de la tarde. La venta empezaría dentro de unos minutos. En la Sala número 6 los anticuarios, los chamarileros del rastro parisién (Marché aux Puces), con los que se mezclaba una extraña fauna de individuos de cara poco agradable, examinaban los muebles, la vajilla antigua, las preciosas figurillas.

Mientras me abría paso, sentí que el corazón me saltaba en el pecho. Mezclado en las estanterías, en cajas, incluso sobre el mismo suelo, en el más triste de los desórdenes, se hallaba repartido todo lo que formaba parte de la atmósfera normal en la encantadora y anticuada vivienda de Madame Fraya: los jarrones románticos, las opalinas, las antorchas, los dos retratos de mujer de la escuela italiana y, en una bandeja, entre una colección de objetos heteróclitos, el collar de la diosa de los Favores.

Del fondo de mi ser subió una plegaria: «¡Madame Fraya, si tiene usted algún poder en el mundo de lo invisible, ayúdeme a adquirirlo!»

En ese momento, descubrí una forma negra, sentada en un rincón. Era la hija de Madame Fraya. Me dirigí hacia ella:
—¿Cómo puede deshacerse así de tan fabulosos recuerdos?

Algo confusa por mi presencia, me respondió:
—Sólo deseo conservar los objetos que pertenecieron a mi abuela. Los restantes, prefiero no conservarlos.
—¿Incluso el collar de la diosa de los Favores?
—¿El collar de Loti? ¿El regalo de ese extravagante?(22) No, no tengo el menor interés por él. Ahí está, con otras chucherías. ¿Lo quiere usted?

¡Que si lo quería!
El subastador, maítre Ader, ya se preparaba para vender en bloque todo lo que había en la bandeja. Temiendo que el precio del importante «lote» sobrepasase mis posibilidades, le pregunté si no podría vender los objetos por separado.

—.Por cuál desea que comencemos?
En aquel instante, un chamarilero que se encontraba detrás de mí, se apoderó del collar con sus gruesas y torpes manos, lo examinó un instante y lo pasó a uno de sus vecinos. Este último soltó con desprecio:

—Eso no tiene ningún valor... Basura... Pura pacotilla.
¡Un collar de ámbar y turquesas, con dos mil años de antigüedad!

Gracias a este comentario, idiota pero providencial para mí, la subasta subió muy poco y logré adquirir el extraordinario talismán por una módica cantidad.

Pagué mi adquisición con un cheque, muy aturdida aún por la rapidez con que se habían desarrollado las cosas, y abandoné el Hotel Drouot tras una última mirada a todos aquellos objetos que se habían convertido en familiares para mí y que nunca volvería a ver.

¡Tantos recuerdos dispersados! ¿a qué manos irían a parar? Estaba a la vez asqueada, triste y, al mismo tiempo, presa de una especie de exaltación interior. En el bolsillo de la chaqueta, apretaba el talismán de la anciana, mi amiga tan querida, que había conseguido arrebatar de manera inesperada a las manos indiferentes de un comprador ignorante.

¿Se debe a la influencia protectora de aquella gran alma, que actúa sobre el talismán desde más allá de la muerte? ¿O siguen siendo las radiaciones con que lo cargaron los grandes iniciados del Tibet? Tal vez, más simplemente, no haya que ver en todo esto sino puras coincidencias.
Pero si sólo se trata de coincidencias, confesemos que son «bien turbadoras», como decía una periodista canadiense que vino a entrevistarme.

Exactamente un mes después de mi compra en la sala de subastas —por aquel entonces yo vivía en un hotel—, encontré el apartamento deseado durante años.
En cuanto a mi marido, Georges de Tervagne, muy escéptico por naturaleza, cambió de opinión cuando una de sus obras, Jeviendrai comme un voleur, fue traducida y representada en numerosos países de Europa, América y África.

A partir de entonces, soy testigo de hechos en verdad milagrosos. Para demostrarme a mí misma que no sueño, conservo bien ordenados los testimonios más demostrativos.

Todo comenzó cuando el periódico U Aurore anunció que había tenido lugar la venta de los objetos personales de Madame Fraya, mencionando que el collar talismán se hallaba ahora en mi posesión.
En el acto, me ví sumergida por una oleada de cartas procedentes de todos los rincones de Francia y por innumerables llamadas telefónicas de hombres y mujeres que se sentían desdichados.

Todos y todas solicitaban el privilegio de que les permitiese tocar el collar.
Un ingenuo lector me escribió: ¿No podría usted enviármelo por correo? Se lo devolvería la semana que viene».

Y una condesa del distrito XVI: «Habiendo conocido a Madame Fraya y su collar de ámbar, tendría mucho gusto en comprarle algunas cuentas. El hecho de haber nacido en la India aumenta más aún mi interés».

«Señora, los talismanes no se venden por piezas», le respondí.
Por el contrario, me apresuré a recibir a la señora Hermann, cuya conmovedora carta empezaba así:

Mi querida señora:
Hasta ayer no me enteré de que se encuentra usted en posesión del más importante recuerdo de la difunta Madame Fraya, a la que conocí durante la guerra y seguí tratando después. Salí del infierno de un campo de concentración gracias a ese divino collar, que ella guardaba siempre en su estuche, en la mesita que había al lado de su sillón, donde se sentaba para celebrar sus consultas.

Los altibajos por los que he pasado, en el campo y después, tras un periodo floreciente pasajero, me han convencido de que me serviría de gran ayuda tocarlo una vez más...
Un ingeniero muy aficionado a las joyas antiguas me sugirió que sometiese el talismán a peritación, incluso que lo hiciese radiografiar en caso necesario, a fin de asegurarme de que se trataba en efecto del «divino y muy venerado collar» y no de una simple copia en vidrio.
Pude tranquilizarle inmediatamente. Había ido en compañía de Yvonne de Bremond d'Ars(23) a un especialista en ámbar, con objeto de que examinase el collar mágico.

Su establecimiento se llama A la Vieille Russie y se encuentra situado en el número 18 del FaubourgSaint-Honoré, justo al lado del que tenía la famosa anticuaría.

Después de examinarlo con gran atención a plena luz, el eminente experto se mostró categórico: se trataba de un ámbar tan antiguo —más de dos mil años— que sólo podía hallarse su equivalente —algunos ejemplares— en el Museo del Louvre, en la sección de los asirios(24).
Otros corresponsales me pedían que les indicase mi «tarifa», ya que estaban dispuestos a pagarme grandes cantidades por tener el collar en sus manos.

Una fiel lectora, por otra parte una excelente mujer de negocios, me sugirió sacar provecho del collar asociándome con un modista célebre, que haría reproducir mi talismán sobre un pañuelo de seda, encargándose de asegurarle una difusión mundial. A mí me corresponderían los royalties por cada venta.

La avispada señora había llevado ya a cabo las «prospecciones» y diseñado el proyecto del pañuelo. Se veía en él el collar, en tamaño natural, rodeando —de manera muy artística, por lo demás— un medallón ovalado con la efigie imaginaria de la diosa de los Favores.
Aunque esta oferta me hubiera venido muy bien desde el punto de vista financiero, renuncié a ella, con gran extrañeza de la buena señora.

De acuerdo en esto con el doctor Philippe Encausse —hijo del ilustre Papus, conocido con el sobrenombre del «Balzac del ocultismo»—, pienso que los poderes de un verdadero talismán no pueden ni deben usarse para ganar dinero.
En su tesis de doctorado. Ciencias ocultas y desequilibrio mental, Philippe Encausse fustiga valerosamente a los «mercaderes del templo», esos estafadores que comercializan a ultranza, por mediación de los anuncios por palabras, medallas, colgantes, estatuillas y piedras, pidiendo un precio escandaloso. El único poder de tales objetos consiste en llenar la cuenta corriente de sus vendedores en un tiempo récord.

¿Qué hacer entonces para ayudar a mis semejantes?
En la imposibilidad de responder a la oleada de cartas que me llegaban y fíándome de mi intuición, elegí unas treinta entre las más conmovedoras, las más sinceras, las que ofrecían un interés humano excepcional.
En recuerdo de Madame Fraya y a pesar de que mi trabajo me dejaba poco tiempo libre, decidí dedicar todo el que fuese necesario a recibir a esos corresponsales.

Desde entonces, la mayoría de ellos se han convertido en amigos muy queridos para mí. El collar forjó los eslabones de una verdadera cadena de la amistad.

Pienso de manera especial en un notario de Bretaña, su encantadora mujer y sus hijos, que nos acogen todos los años a mi marido y a mí en su propiedad a orillas del océano, como si formásemos parte de su familia. Y en la muchacha a la que salvé del suicidio y que deposita una vez al mes flores ante mi puerta.

Y en una fiel lectora, que padecía una grave enfermedad y a la que su cirujano, después de haberla operado, le ha dado el sobrenombre de «mi milagro».
Quince años después de la intervención, continúa sintiéndose bien. Experimenta por el collar una admiración sin límites y, mezclando el catolicismo con el hinduismo, llama a la diosa Durga «Nuestra Señora de los Favores».

Enumerar, aunque sea de modo sumario, los asombrosos casos de «suerte» o de protección atribuidos al collar de Loti proporcionaría material suficiente para escribir todo un volumen. Me contentaré, por lo tanto, con citar algunos de los más impresionantes. En primer lugar, el del fallecido Michel Simón.

El gran actor, que creía firmemente en los misteriosos fenómenos del mundo de lo Invisible, vino a tocar el collar en la época en que, debido a la intoxicación provocada por un tinte para el cabello, su estado de salud le prohibía toda esperanza de proseguir su carrera.

—A menos que ocurra un milagro —me dijo—, soy un hombre acabado. No sólo padezco de vértigos y violentos dolores de cabeza, sino que he perdido además la memoria. Soy incapaz de retener un texto.

Y tuvo su milagro, puesto que, algún tiempo más tarde, volvió triunfador al teatro con la obra de Rene de Obaldia, Du vent dans les branches de sassafras, y al cine con la admirable película Le viril homme et 1'enfant.

En cuanto a Sofía Loren, al tocarlo en diciembre de 1958, expresó el deseo de tener varios hijos, «varones con preferencia y gemelos si es posible», me precisó, a fin de no verse obligada a interrumpir por demasiado tiempo su carrera.
En France-Soir del 3 de enero de 1959, Carmen Tessier revelaba a sus lectores que la bella artista había «acariciado con sus largos y finos dedos las cuentas de ámbar del collar, para tener muy pronto una verdadera familia».

Nadie ignora que, desde entonces, es la feliz madre de dos chicos magníficos. Aunque no hayan sido gemelos, su deseo fue cumplido.

Ingrid Bergman lo tuvo asimismo entre sus manos, justo antes del estreno de Té y simpatía, en el Théátre de Paris, en 1956. Por aquella época, temía que el público parisién no la aceptase a causa de su acento nórdico... Obtuvo un éxito triunfal. La obra significó para ella el comienzo de una nueva carrera.

Jacques Bergier, el eminente coautor de El retorno de los brujos ,científico atómico y único miembro francés de la Academia Mundial de las Artes y las Ciencias, capitán durante la guerra, jefe de la red de espionaje Marco Polo y amigo del general De Gaulle, quiso examinar también el talismán.
Acudió a verme una tarde de otoño. Tan pronto como tomó el collar en sus manos, lo apretó, lo desgranó poco a poco como un rosario y dijo después:

—Me da la impresión de que las turquesas sirven como aisladores. Cada cuenta de ámbar debe de emitir una radiación particular.
El conjunto forma sin duda una armonía perfecta. Y esa armonía de las ondas actúa con toda seguridad sobre el medio ambiente. ¿En qué medida? La explicación científica se encontrará en un próximo futuro.

Para cambiar, sentí la curiosidad de conocer la opinión de una persona que estuviera lo más alejada posible de toda preocupación científica.
Me dirigí, por consiguiente, a casa de Héléne Bouvier, la más importante de los médiums espiritistas —una verdadera santa laica—, que vive sumergida en lo sobrenatural.
Tan pronto como penetré en su modesto apartamento del barrio Gambetta, deposité el collar sobre su mesa.

Ante mi gran sorpresa, ni siquiera lo tocó. Le comuniqué entonces mi extrañeza.
—No debo pedir nada para mí —me respondió—. No debo beneficiarme de ningún favor, de ninguna protección.
En realidad, toda su vida ascética ha estado jalonada de pruebas insólitas, que ella acepta —como lo hizo el santo cura de Ars— con sonriente sumisión.

Sin embargo, cerró los ojos. Con la mayo apoyada en la frente, se concentró por un momento. Muy pronto, entró en «trance». Aunque ligeros sobresaltos sacudían su cuerpo, su rostro expresaba una inmensa serenidad. Esto duró varios minutos. Después, declaró:

—Me «dicen» que ese collar ha sido venerado por seres de un valor espiritual extraordinario. Y ahora, desde «allá arriba», esos grandes místicos velan sobre él... Distingo a cinco o seis..., resplandecientes de luz..., muy alejados de la tierra... Oran y «recargan» sin cesar las cuentas de ámbar... Las impregnan con una fuerza bienhechora. Una especie de movimiento perpetuo. No se interrumpe nunca.

Héléne Bouvier salió de su trance. Abrió los ojos y volvió a tomar contacto con la realidad.
—En mi opinión —dijo—, este collar posee un inmenso poder protector.
El 1 de enero de 1976, fui a visitar a Juliette Achard, viuda del célebre autor de Jean de la Lune.
Sabiéndola enferma, me había llevado el collar en el bolso, cosa que casi nunca hago.
Cuando se lo enseñé, sonrió, conmovida por mi atención. No obstante, no parecía muy convencida de sus misteriosos poderes.

—Sin embargo —suspiró—, tengo gran necesidad de una ayuda superior.
En efecto, la acosaban las preocupaciones financieras. Lamentaba, entre otras cosas, no encontrar un comprador para su casa de campo, una importante propiedad, cuyo mantenimiento y gastos se habían convertido en demasiado grandes para una mujer sola.

Tres semanas más tarde, recibí de ella la carta siguiente:

Mi querida amiga:
Si bien me mostré escéptica cuando me hizo usted el honor y me proporcionó el placer de venir a verme con ese extraordinario collar que ha dado la felicidad a tantas personas, me veo ahora obligada a rectificar y disculparme, ya que, en la semana siguiente, vendí la casa que tenía a orillas del Loira, sin haberlo intentado, con una facilidad asombrosa y a una persona muy simpática.

Me guardaré mucho de añadir el menor comentario al testimonio siguiente:
Fui a pasar el fin de semana de Pentecostés a Normandía y vi allí a una joven, hija de nuestro granjero, que en mi anterior estancia se encontraba desesperada porque su nena, que tiene seis meses, estaba cubierta desde el nacimiento de costras, que ningún médico conseguía curar. Al ver su desesperación, le entregué el trocito de tela azul que usted me dio y que envolvía el collar.

Siguiendo mis consejos, lo unió a una cinta, que puso en torno al cuello de su hija y... al cabo de ocho días, todas las costras habían desaparecido y la pequeña está admirablemente. Como ve, el collar ha hecho un nuevo milagro.

Y he aquí otro «milagro» de un género muy distinto. Por azar, en unos días que pasé en la montaña, conocí a una señora española. Casada desde hacía quince años, se desconsolaba por no tener hijos, aunque había recorrido todos los ginecólogos y los lugares de peregrinación. En vano. Ni los facultativos ni la Virgen modificaron la situación.
Conmovida por su desdicha, le hice tocar el collar. Mi gesto se proponía aportarle un consuelo moral, ayudarla a superar su estado depresivo.

¿Cuál no seria mi sorpresa al enterarme, seis meses más tarde, de que estaba embarazada?
Una princesa real muy conocida se enteró del asunto. Desbordante de altruismo y de generosidad, vino a verme:

—No pido nada para mí —me dijo—. Sólo quiero expresarle mi deseo de que vaya usted a Bélgica, al palacio de Laeken, con objeto de que la reina Fabiola, cuyas esperanzas de maternidad fracasan siempre, toque su talismán.

No seguí su sugerencia, al no saber cómo acogería mi gesto la muy católica reina de los belgas...
Un día recibí la visita de la señora Raymonde X..., juez de instrucción destinada en el tribunal de X... Previamente me había solicitado el favor de venir a tocar el collar.

La acogí con mucho gusto, puesto que era la autora de una obra dedicada a Pierre Loti.
—Voy a exponer mi deseo en voz alta —me dijo, tocando el talismán con intenso fervor—. Hace veinte años que he perdido de vista a un amigo muy querido. Ignoro incluso dónde se encuentra.
Quisiera que volviese a mi jardín, aunque sólo fuese por espacio de una hora.
Cuando me dejó, iba serena, feliz, ligera, como si caminase sobre las nubes... Prometió tenerme al corriente del resultado que esperaba.
Una vez que se hubo marchado, mi marido y yo nos miramos con pena... ¿No se encaminaba aquella pobre señora hacia una gran decepción? ¿No confiaba demasiado en el maravilloso poder del collar? Lo que había pedido nos parecía completamente irrealizable...

Transcurrieron seis meses sin ninguna noticia. De pronto, cuando ya no me acordaba en absoluto de su visita, recibí una carta con el membrete del tribunal de X... Empezaba así:

Estimada señora:
Es usted una magnífica maga. Mi amigo acudió a mi jardín cuando ya no le esperaba. Los amantes suelen encontrarse al caer el día... Me gustaría mucho volver a verla.
Y me enviaba también su libro sobre Pierre Loti, con la dedicatoria siguiente:
Para la señora de Tervagne, bajo la égida del Collar Mágico, esta vida de un Mago de las Letras, que lo trajo en otros tiempos de las Indias Misteriosas. Con toda mi gratitud y simpatía, Raymonde X...

Veamos otro caso extraño: Rene Mercier, importante farmacéutico de Niza —y padre de la actriz Michéle Mercier—, tocó asimismo el collar con el propósito de encontrar a los terroristas que, en noviembre de 1961, habían puesto explosivos en su farmacia y amenazaban con repetirlo si no les pagaba un rescate.
—Quiero encontrar a mis agresores por mí mismo y hacerlos detener antes de fin de año —me contó.

—¿Y la policía? —le pregunté.
—Está desbordada... No puedo contar con ella.
A pesar de mi confianza en el poder del collar, su deseo me parecía irrealizable. ¿No era aquello como buscar una aguja en un pajar?

Sin embargo, tres semanas después, consiguió la detención de toda la «banda de Bayard», cuyos componentes pirateaban la costa desde hacía varios meses.
Los detenidos confesaron, entre otras cosas, haber puesto los explosivos en la farmacia.
Rene Mercier me envió en seguida la siguiente carta y testimonio:
En efecto, constituye que yo sepa el único ejemplo de una banda capturada en pleno (veintitrés personas), en una sola redada, dejándome gracias a eso a salvo de las represalias.

Hice todo el trabajo yo solo —los que se llamaban mis amigos adoptaron la táctica del avestruz— y me creo en la obligación de decir que sólo usted y su collar me ayudaron.
El príncipe Félix Yusupov, el asesino de Rasputín, manifestó el deseo de conocerme y aprovechar la ocasión para tocar el collar mágico, que conocía bien por haberlo visto en casa de Madame Fraya, de la que fue uno de los más ilustres y fieles consultantes.

Ésta le había predicho, con cuatro años de adelanto, «el papel que representaría en la historia», según los términos que empleaba cada vez que hacía alusión a la ejecución del falso monje.
En recuerdo de Madame Fraya, accedí a su petición y, el 14 de diciembre de 1960, me presenté en Auteuil, en el número 38 bis de la calle Pierre-Guérin, donde él poseía un hotelito particular.
Fui muy amablemente recibida por el último representante de la Rusia de los zares,(25) convertido en un alto anciano de elegante silueta. Tenía la voz de un centenario y el físico de un sexagenario.

Casi calvo, conservaba aún el hermoso rostro, de rasgos finos, del que me había hablado Madame Fraya.
No obstante, emanaba de toda su persona algo extraño y un poco inquietante. Me impresionó sobre todo su mirada, una mirada profunda, de un azul intenso, una mirada magnética.
Pese a que invocó ante mí aquel drama atroz en términos edulcorados a propósito, jamás, ni una sola vez, pronunció el nombre de Rasputín. Se hubiera dicho que ese nombre le daba miedo.
Hacia el final de nuestra entrevista, me preguntó:

—¿Ha traído usted el talismán de Madame Fraya?
En efecto, lo guardaba en mi bolso. Pero no logré decidirme a dejárselo tocar.
Mientras miraba sus manos —muy hermosas, casi femeninas—,no podía evitar el pensar que aquellas manos se habían encarnizado con un moribundo, aunque ese moribundo fuese el más abyecto «secuaz de Satán».

Como se sabe, después de haber envenenado a Rasputín con cianuro potásico, después de una lucha alucinante, después de haberle disparado con un revólver y desfigurarlo a golpes de porra, de pronto, como alucinado, «le había arañado la cara con todas sus fuerzas, con una especie de rabia demente...» Tales fueron sus propios términos.

Por nada del mundo hubiera querido que tocase mi collar. Pensaba además en una cosa curiosa que había advertido: cuando una persona de destino poco claro lo manipula, sus cuentas de ámbar se empañan en el acto. Este extraño fenómeno se prolonga durante cuarenta y ocho horas.
Y pese a que odio la mentira, le contesté:

—Lo siento. En mi precipitación, no tuve tiempo de ir al banco a buscar el collar, que guardo en una caja fuerte.
—Cuando volvamos a vernos, no lo olvide —me recomendó, visiblemente decepcionado.
Pero no volvería a verle nunca. Graves problemas de salud—sufría de arteriosclerosis— le obligaron a vivir desde entonces como un recluso. Casi ciego y medio paralítico, murió el 27 de septiembre de 1967, a la edad de ochenta años.

Entre los «tocadores» del collar, figuran Pierre Loti-Viaud, nieto del ilustre escritor, y su encantadora esposa, que han llegado a ser amigos muy queridos para mí(26).

Sin olvidar a varios médicos, así como uno de nuestros más eminentes curanderos.
Éste acude a «recargarse de fluido» cuando siente que pierde la vitalidad, después de haber agotado sus fuerzas con los enfermos graves. Una vez me hizo esta asombrosa confidencia:
—Si magnetizo algodón hidrófilo para aplicarlo al plexo de mis enfermos, al cabo de una hora está completamente descargado, mientras que la seda que ha servido para envolver el collar no se descarga nunca.

Posee un trocito de esa seda desde hace diez años y la conserva con todo cuidado. Cuando lo comprueba con ayuda de su péndulo, detecta sobre ella una fuerza fluídica tan poderosa como en los primeros días.(27)

Un médico radiestesista, desconocido para mí, pero que había oído hablar de esta particularidad, me pidió que le enviase algunos minúsculos cuadraditos de seda para sus enfermos incurables. Lo hice con mucho gusto.

Despreciando el riesgo de incurrir en las iras del Colegio de Médicos, este valiente facultativo no vaciló en escribirme una «carta de testimonio», en un papel con su membrete oficial, donde dice en particular:

El tejido emisor que llevan mis enfermos mejora de manera muy notoria su resistencia física y señala, mediante la detección vibratoria pendular, una emisión muy positiva de sus cuerpos, que desaparece cuando se retira el tejido.
Por su parte, el naturópata Gustave Mathieu, autor de numerosas obras, entre ellas La salud por las plantas(28) con prólogo del doctor André Soubiran, manifestó su deseo de examinar el collar de Loti.

Le recibí en el otoño de 1981.
Después de manipular el talismán con infinito cuidado, quiso comunicarme sus impresiones por escrito.
He aquí lo esencial:

Ya en sí mismo, el ámbar es una «piedra mágica», utilizada, como se sabe, por los iniciados de las civilizaciones antiguas por su acción benéfica y su capacidad de curar ciertos males, en especial los trastornos nerviosos.
Todo mineral, lo mismo que todo metal, actúa como un emisor-receptor de ondas electromagnéticas en una banda extremadamente baja, al igual que los colores.
En lo que se refiere de manera más particular al ámbar, se desprende de esta sustancia una emisión de ondas de formas particulares, provocando una vibración electrónica en concordancia con la célula viva. De ahí deriva su influencia benéfica sobre la salud.

El collar de Pierre Loti, al ser todo de ámbar y estar unido de una manera particular, reacciona sin duda como un condensador electromagnético y se convierte, por esa misma razón, en un potente emisor de ondas de formas, muy benéficas, que actúan entonces como un talismán.
No se puede negar el carácter benéfico o maléfico de tal o cual objeto. Las ondas que se desprenden serán beneficiosas o nefastas según la composición molecular del objeto considerado, es decir, la materia de que está hecho, debido a la forma especial en que el tal objeto se presenta y según la orientación que se le da.
A partir de ahí, ese objeto puede convertirse en un condensador magnético, a veces con efectos muy potentes.
Por ejemplo, las ondas de formas emitidas por las Pirámides impiden que se las sobrevuele sobre la vertical, ya que los giróscopos electrónicos y el ordenador de a bordo de los potentes aparatos enloquecen, y los aviones se estrellarían contra el suelo.
Volviendo al collar mágico, después de haberlo tenido entre mis manos, me sentí invadido por una especie de profunda paz interior, una particular serenidad, pruebas de su eficacia y de las ondas que emite.
Como médico que soy, me complacería mucho tener la oportunidad de experimentar sobre su poder, por ejemplo en ciertos trastornos psiquiátricos...
De acuerdo con mis observaciones personales, lo menos que puedo decir es que el collar mágico desempeña un papel protector. En lo que a mí respecta, lo he comprobado en muchas ocasiones.
Me permitiré citar un solo ejemplo.
Hace muy poco, en pleno día, un domingo por la tarde, en una calle tranquila del distrito IX, dos gamberros montados en una potente moto japonesa saltaron de repente a la acera delante de mí y me arrebataron el bolso. Llevaba en él todas mis llaves, la documentación y, en la cartera, algunas fotos que apreciaba mucho, así como varias medallas y dos trocitos de seda procedentes del pañuelo que envuelve el collar.
Por regla general, en esta clase de aventuras, tan corrientes en nuestros días, la víctima no suele recobrar nada...
Ahora bien, al día siguiente por la mañana, hacia las nueve y media, me llamaron por teléfono desde la comisaría del distrito XVIII y me dijeron:

—Señora, hemos encontrado su bolso, con sus llaves y toda su documentación.
Faltaba la cartera, claro está, con todo el dinero que contenía. Sin embargo, los ladrones se habían tomado la molestia de retirar de un departamento especial de esa cartera todas las fotos, las medallas, los trocitos de seda azul que se encontraban en él y cuya procedencia y virtudes ignoraban para volverlos a meter en el bolso...

También he advertido que el collar mejora la situación general de la persona que lo toca —en una proporción que varía según el potencial de suerte que posee cada uno— y que provoca encuentros beneficiosos.
Sin embargo, como afirmó ya Madame Fraya, no puede en ningún caso cambiar la hora de la muerte, fijada desde el principio por el Destino.

Dicho esto, desde que llegó a mis manos, y para no interrumpir la tradición, se lo he dejado tocar a innumerables personalidades del mundo de las letras y las artes: Hervé Bazin, Georges Lautner, Jean-Pierre Mocky, Ludmilla Tcherina, Rosita Díaz, Francoise Dorin, Jeanne Moreau, la señora de Raymond Bernard, Philippe Bouvard, el profesor Rémy Chauvin, director de investigaciones en el INRA, Juliette y Paúl Guth, Fierre Bellamarre, Michéle Morgan, Mony Dalmés, Valentina Córtese, Robert Thomas, Jacques Chabannes, etc.

Y también a lectores desconocidos, cuando dispongo de tiempo suficiente, ya que, a causa de la inseguridad actual, me veo obligada a guardar el collar en el banco, de donde lo retiro sólo en favor de ciertas personas, que responden, en mi opinión, a lo que a Madame Fraya le gustaba encontrar en los seres: nobleza de espíritu, de alma o, si se prefiere, de corazón.


(1) Por aquella época. Pierre Loti había publicado ya veintiséis libros, entre ellos Avyadé, Las bodas de Loti, Mi hermano Yves, Ramuntcho, El pescador de Islan dia... Pertenecía a la Academia Francesa desde 1891.

(2) En La India sin los ingleses (que escribió en 1901, publicada por Calmann-Lévy en 1902).
(3) Pandit: título dado a los eruditos en lengua y filosofía sánscritas.(
(4)Benarés se llama en la actualidad Vanarasi. La ciudad cuenta con varios miles de templos.
(5) Pierre Loti llevaba siempre consigo medallas, fetiches y colgantes, ya fuese en una cadena alrededor del cuello, ya prendidos en la solapa de la chaqueta o en los bolsillos. De vez en cuando, los tocaba para conjurar la mala suerte. (Testimonio de Leo Larguier, de la Academia Goncourt.)
(6) La estatua de la diosa Durga —que ostenta el sobrenombre de diosa de los Favores— sigue atrayendo a una muchedumbre considerable. La diosa Durga es la consorte de Siva, cuya morada se encuentra en el monte Kailasa, en el Tibet. Se la llama asimismo la «diosa de los Viajes», ya que los indios la invocan cuando abandonan su hogar. Tiene el poder de vencer las fuerzas del mal. Nada hay de extraño, por consiguiente, en que Pierre Loti, gran viajero, se interesase por su collar.

6 La estatua de la diosa Durga—que ostenta el sobrenombre de Diosa de los Favores—sigue atrayendo a una muchedumbre considerable. La diosa Durga es la consorte de Siva, cuya morada se encuentra en el monte Kailasa, en el Tibet. Se la llama así mismo la “diosa de los viajes”, ya que los indios la invocan cuando abandonan su hogar. Tiene el poder de vencer las fuerzas del mal. Nada hay de extraño, por consiguiente, en que Pierre Loti, gran viajero, se interesase por su collar.
(7) Precisiones dadas por Francois le Targat, en su obra A la recherche de PierreLoti (Éditions Seghers).
(8) Pierre Loti sentía debilidad por los grandes de este mundo. Entre sus íntimos figuraban no sólo la reina Natalia, sino también la reina María Cristina de España, la reina Isabel de Rumania y la princesa Alice de Mónaco, de soltera duquesa de Richelieu.
(9) Sachino es un diminutivo de Alejandro. El palacio se conserva todavía.
(10) Nacida en Villeneuve de Marsan, Madame Fraya —su verdadero nombre era Valentino Dencausse— se crió en el País Vasco, en los alrededores de Bayona, adonde el emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia vinieron a visitar a su padre. Sus antepasados habitaban el castillo de Marracq, en el cual pasaron un cierto tiempo en 1807 Napoleón I y la emperatriz Josefina. Allí se firmó el Tratado de Bayona, que puso fin a la guerra entre Francia y España.
(11) Pierre Loti llamaba a Juliette Adam Madame Chérie. Durante toda su vida le testimonió el mayor de los agradecimientos. Ella publicó en La Nouvelle Revue una de sus primeras novelas, Rarahú, aunque cambiando su título por el de Las bodas deLoti. Aparecida con este título, obtuvo un éxito considerable. Después de esto,Juliette Adam se convirtió en la gran protectora y confidente del escritor. Le consideraba como su propio hijo. La señora Viaud, madre de Loti, solía decir a la novelista: «Nos pertenece a las dos».
(12) Dicha agresión tuvo lugar en abril de 1900, durante el camino de regreso de la India. No sólo salvó la vida, sino que sus asaltantes descuidaron robar el bulto que contenía el collar de la diosa de los Favores.
(13) El autógrafo fue reproducido por primera vez en Les ahiers de Pierre Loti ,núm. 21
(13) Expresiones tomadas de un artículo firmado por la periodista Judith Cladel.
(15) Pierre Loti murió en Bakhar-Etchea el 10 de junio de 1923, en las circunstancias exactas revistas por Madame Fraya veinte años antes: «Le veo en una casa blanca, frente al océano. Después, veo sus piernas inmovilizadas. Ésa será la señal de su fin».
(16) Bakhar-Etchea y el chalet Les Charmettes se conservan todavía.
(17) Rosemonde Gérard llamaba a Madame Fraya su «querida hada». Todas las dedicatorias de sus libros comienzan así.
(18) Cuando Marcel Proust obtuvo en 1919 el Premio Goncourt por su novela A la sombra de las muchachas en flor, dedicó su obra a la vidente en los términos siguientes: «A Madame Fraya, que con tanta frecuencia me predijo la dicha que hoy me llega, su admirador respetuoso y agradecido, en homenaje del afecto más vivo y más profundo».
[19] Louis Barthou, presidente del Consejo, varias veces ministro, entró en la Academia francesa en 1918.
(20) Louis Barthou era entonces ministro de Asuntos Exteriores.
(21) Anna de Noailles padecía una grave afección intestinal, pero se negaba en redondo a dejarse operar. Pasaba la mayor parte del tiempo en cama, lo que no la impedía recibir ni viajar.
(22) La hija de Madame Fraya nunca simpatizó con Pierre Loti. Cuando su madre acudía a Bakhar-Etchea, ella la acompañaba raras veces.
(23) Yvonne de Bremond d'Ars, célebre anticuaría y mujer de letras, falleció en 1976.
(24) El ámbar amarillo (en griego elektrón), que atrae los cuerpos ligeros, se recoge en las costas del Báltico. Se trata de una resina fósil, procedente de confieras de la era oligocénica (segunda era terciaria). Goza de la reputación de dar buena suerte. No debe confundirse con el ámbar gris. Este último, utilizado en perfumería, es una concreción intestinal del cachalote.
(25) El principe Félix Yusupov estaba emparentado con la familia imperial de Rusia a través de su esposa, la princesa Irina Alejandrovna, hija del gran duque Alejandro Mijailovieh y de la gran duquesa Xenia, hermana de Nicolás II. El principe Félix Yusupov estaba emparentado con la familia imperial de Rusia a través de su esposa, la princesa Irina Alejandrovna, hija del gran duque Alejandro Mijailovieh y de la gran duquesa Xenia, hermana de Nicolás II.
(26) Pierre Loti-Viaud me dedicó una obra de su abuelo, Supremas visiones deOriente (encuadernada por Christiane, su mujer) en estos términos: «A Simone de Tervagne, a quien conocimos gracias al collar de la diosa de los Favores, con toda nuestra amistad». Pierre Loti-Viaud me dedicó una obra de su abuelo, Supremas visiones de Oriente (encuadernada por Christiane, su mujer) en estos términos: «A Simone de Tervagne, a quien conocimos gracias al collar de la diosa de los Favores, con toda nuestra amistad».
(27) Siguiendo el mismo orden de ideas, digamos en que en el pasado, con ocasión de sus peregrinaciones, muchas personas aplicaban por un instante un trozo de seda a una reliquia o una estatua sagrada. Al actuar así, estaban persuadidos de que el tejido se impregnaba de una fuerza sobrenatural bienhechora. Y el hecho de creerlo les atraía con frecuencia las bendiciones del Destino.
(28) La santégrace aux plantes, colección Nature et Santé, Éditions du C.E.D.S.




Nota.- Capítulo I del libro EL COLLAR MÁGICO de la famosa periodista y escritora SIMONE DE TERVAGNE (1982)