Budas
5
Historias
de Budas
Los budas antiguos,
sean de cuarzo o de bronce, de jade, de marfil o de granito, pequeños
o grandes---algunos alcanzan hasta diez metros de altura—se hallan
de manera general “cargados”
de misteriosos poderes.
La cosa no tiene nada
de sorprendente, puesto que en su mayoría contienen, o al menos han
contenido alguna vez, distintas materias u objetos mágicos. Se
encuentran en éllos joyas, diamantes, collares tibetanos, incluso
cenizas de lamas…
A eso se debe el que
buen número de budas sean huecos. Pueden compararse a nuestros
relicarios, aunque con una diferencia. El contenido de estas
estatuas o estatuillas ha de permanecer secreto.
Por consiguiente,
solían encerrarse las reliquias bajo una espesa capa de pez, cera o
resina. Y se sellaba con extremo cuidado el conjunto.
La mayoría de los
budas son benéficos, salvo en el caso de que hayan sido violados. Si
un profano—por curiosidad o por espíritu de lucro—se permite
vaciarlos de su contenido, sus detentores pagan casi siempre las
terribles consecuencias.
Actualmente, cada
vez se hace más difícil hallar budas intactos, ni siquiera en las
casas de antigüedades especializadas en arqueología asiática. Por
regla general, los “violadores” han pasado antes. La mayoría de
los que llegan a Francia no guardan nada en sus entrañas. Las joyas
han sido robadas en el curso de los siglos.
De todos modos, las
radiaciones de esas estatuillas que representan al Buda con su
sonrisa enigmática, en la postura de la meditación, no han dejado
de provocar dramas o hechos benéficos desde los tiempos mas remotos.
Antes de intentar
explicar, por medio de ejemplos precisos, tan curioso fenómeno,
vamos a recordar brevemente quien fue el verdadero Buda y los
principales acontecimientos de su existencia.
Los occidentales nos
hallamos poco familiarizados con los hechos y las gestas de este
personaje, en extremo fascinante, que sigue siendo para la quinta
parte de la población mundial el mayor de sus maestros, junto con su
contemporaneo Confucio. Dice el historiador Barthelemy de
Saint-Hilaire:
A excepción de
Cristo, no existe entre los fundadores de religiones, ninguna figura
mas pura ni mas conmovedora que la del Buda. Su vida no tiene tacha.
Su constante heroísmo puede parangonarse con su convicción. Y aun
si se considera errónea su doctrina, los ejemplos personales que da
resultan irreprochables. Constituye el modelo perfecto de todas las
virtudes que predica. Su abnegación, su caridad, su inalterable
dulzura no se desmienten ni por un solo instante.
Recordemos que Buda no
es un nombre propio, sino un titulo ascético. En lengua sanscrita,
significa «el sabio», «el iluminado», «aquel que ha llegado a la
ciencia perfecta». (1)
Hijo de Suddodhana, de
la casta de los Sakyas guerreros, se llamaba realmente Siddartha
Gautama. Se le designa asimismo con el nombre de Sakya Muni, el Sabio
de los Sakyas.
Las tradiciones no se
muestran de acuerdo sobre la época en que el Buda hizo su aparición.
Los chinos, o budistas del norte, la sitúan en el siglo XI antes de
la era cristiana; los singhaleses, o budistas del sur, la señalan
hacia el siglo VII. Otros, en fin, se inclinan por el siglo V.
Por el contrario, las
diversas tradiciones concuerdan por completo en 1o que respecta al
lugar de su nacimiento, una ciudad del centro de la India,
Kapilavastu, capital del reino del mismo nombre, al pie de los montes
de Nepal.
Ya desde antes de su
nacimiento, llaman la atención las analogías de Buda con la persona
de Cristo, el cual no vendría al mundo hasta cinco o seis siglos mas
tarde.
Como el, nace en el
seno de una mujer carente de defectos. Para eso, tiene que descender
del Cielo (Tushita), donde 1o rodean los homenajes de los dioses por
«haber reunido infinitos méritos gracias a la ejemplaridad de sus
vidas anteriores». Es «el aspirante a Buda».
Ahora bien, para
convertirse en «el Buda cumplido», habrá de descender una vez mas
a la tierra.
La mujer digna de
llevarle en su seno debe poseer treinta y dos cualidades y ser
absolutamente sin tacha.
Una joven de
extraordinaria belleza, Maya Devi, hija del rey Suprabuda, que reunia
todas esas perfecciones y era la esposa del soberano Satryas, fue la
elegida por los dioses para dar la vida al futuro Buda.
El «aspirante a Buda»
descendió, pues, en forma de «un rayo luminoso de cinco colores»,
es decir, una especie de arco iris, y Maya Devi quedó encinta «sin
haber tenido comercio alguno con un hombre».
Según la tradición,
el nacimiento de este ser de esencia divina fue anunciado por señales
sorprendentes. El palacio de su padre se limpió por si mismo; los
pájaros acudieron con cantos de alegría; los jardines se adornaron
con las flores mas bellas; los estanques se cubrieron de lotos; los
instrumentos de música tocaban sólo sones melodiosos; los estuches
de piedras preciosas se abrieron espontáneamente para mostrar sus
resplandecientes tesoros. En fin y sobre todo, el palacio se iluminó
con un esplendor sobrenatural, que «ocultaba el del sol y el de la
luna».
En el seno de su
madre, el futuro Buda «se mantuvo en el lado derecho, sentado, con
las piernas cruzadas». A su nacimiento, “Indra, el rey de los
dioses, y Brahma, el amo de las criaturas, vienen a bañarle y
lavarle con sus propias manos».
Siddartha no tenia mas
que siete dias cuando murió su madre, Maya Devi, «a fin -dice la
leyenda-de que no se le rompiese el corazón cuando viese a su hijo
abandonarla, para errar por el mundo como religioso y mendigo». El
huérfano fue confiado a los cuidados de su tia materna, Radjapati
Gautami, que era también una de las mujeres de su padre. Mas tarde,
en los tiempos de la predicación de Buda, se convirtió en una de
sus discípulas mas fieles y mas adictas.
Ya desde la infancia
de Buda, se dejó presentir su importante destino. Ingresado en las
«escuelas de escrituras», se mostró mas sabio que sus propios
maestros, hasta el punto que uno de ellos, Vicvamitra, declaró
estupefacto que no le quedaba nada que enseñarle. En medio de sus
compañeros de la misma edad, prefería retirarse para meditar a
mezclarse en sus juegos.
Convertido ya en un
hombre, los suyos comenzaron a urgirle para que se casase. Consintió
en complacerles, con la condición de que la mujer que le propusieran
no fuera “en absoluto una criatura vulgar y sin discreción y con
tal de que estuviera dotada de las condiciones morales que deseaba en
su compañera”
Esas cualidades las
encontró reunidas en la bella Gopa (2) Pero por muy armoniosa que
resultase la unión de ambos, no podía apartar a SIDDARTHA de los
graves pensamientos que le asaltaban. Sin cesar se planteaba las
cuestiones referentes a las leyes naturales, a la vida del hombre, a
la enfermedad, a la vejez, a la muerte. Y ante la triste suerte de
la humanidad, su corazón se llenaba de melancolía. A los
veintinueve años, resolvió abandonar a los suyos, para ir a vivir
en la soledad y la meditación. Su padre, el rey, alarmado y al mismo
tiempo entristecido, le preguntó:
--¿Qué se
necesitaría hijo mío, para hacerte cambiar de propósito?
El joven respondió:
--Señor, permaneceré
a vuestro lado si puedes concederme cuatro cosas: que la vejez no se
apodere de mi; que permanezca siempre en posesión de la juventud de
bellos colores; que la enfermedad no me ataque jamás; que mi vida
sea sin límites y sin decadencia.
El rey al escuchar
estas palabras, se sintió abrumado de dolor:
--Lo que me pides,
hijo mío, es imposible y está fuera de mi alcance. Nadie ha
escapado jamás al temor de la vejez, la enfermedad, la decadencia y
la muerte.
A partir de ese
instante, la decisión del joven se afirmó más aun. Partiría en
busca de la verdad. Se iría de noche, secretamente. Una vez
liberado de los lazos del nacimiento, se despojó de todo cuanto le
recordaba su casta y su rango. Se cortó el pelo. Un religioso no
podía lucir la larga cabellera del guerrero. Intercambió con un
cazador el traje de piel de siervo de este por sus vestiduras de seda
Benarés. Frecuentó las escuelas de los Brahmanes más renombrados
por su saber y su prudencia.
2.- Mas tarde, a
ejemplo de su tía Pradjapati, la bella Gopa entró en la vida
religiosa, lo mismo que otras dos esposas de Siddharta: Tacodhara y
Utpalavarna
Sin embargo, la
enseñanza brahmánica no le satisfizo. No había en ella “la
indiferencia que conduce a la liberación de la pasión” Muy
pronto, se opuso a las bases de la opresora tutela de esta religión
y comenzó a predicar otra, una religión de despego de las cosas,
pero también de dulzura, bondad, claridad, sencillez.
Acababa de cumplir los
treinta y seis años cuando, al atravesar un bosque, se detuvo bajo
una enorme higuera.(3) Allí permaneció varios dias, sin comer,
sentado, meditando y rogando a los dioses que le ayudasen a encontrar
la verdad. Y una mañana, sintió que la «inteligencia suprema»
penetraba en el, que poseía al fin el secreto de los destinos y la
salvación universal. Había descubierto el absoluto.
Acababa de nacer una religión nueva.
Marchó a predicar por
primera vez a Benarés. Allí reclutó a sus primeros discípulos,
sin distinción de casta ni de raza. «La diferencia entre la
enseñanza búdica y la brahmánica reside por entero en la
predicación. Esta tenia por efecto poner al alcance de
todos las verdades que antes compartían solo las castas
privilegiadas,” afirma el historiador Eugene Burnouf.
Veamos ahora en
resumen los cinco principios fundamentales de la moral búdica: no
matar, no robar, no cometer adulterio, no mentir, no embriagarse.
Predica también la
renuncia de si mismo, el desprendimiento. Hay que apartar todos los
obstáculos que se oponen a la extinción del deseo, causa de todos
los dramas, de manera que se llegue al «nirvana», a la liberación,
al «desprendimiento supremo». Como Cristo, Buda tuvo que soportar
la tentación del demonio.
En su retiro de
Urulviva, resistió los asaltos de Mara, dios del Amor, del Pecado y
de la Muerte. Salió victorioso de esta lucha.
Otra analogía con
Cristo: durante toda su vida se opuso a los brahmanes. Y no empleaba
mas contemplaciones en sus criticas a su respecto de las que
emplearía mas tarde Jesús frente a los fariseos.
Su apariencia física,
en cambio, difería diametralmente de la de Cristo. Siddharta, en su
calidad de Buda, poseía «los treinta y dos signos caracteristicos»
y «las ochenta marcas secundarias del gran hombre». Signos y marcas
considerados entonces como el prototipo de la belleza perfecta, tal
como exigía el canon indio de aquella lejana época La cima de su
craneo estaba coronada por una protuberancia. Su pelo, «de un negro
oscuro, con reflejos cambiantes» y bellamente rizado, se volvía
hacia la derecha.
Tenia la frente ancha,
lisa; «las pestañas semejantes a las de una novilla»; los ojos
sonrientes, rasgados, de un negro oscuro; la nariz prominente; las
cejas iguales, unidas, regulares; las mejillas plenas: los labios
bien dibujados.
EI Buda tenía
asimismo, al parecer, cuarenta dientes, «la lengua ancha y delgada»,
los hombros bien redondeados, los brazos descendiendo basta las
rodillas, los dedos redondeados y afilados, las uñas bombeadas,
«tirando al color del cobre rojo», los dedos de los pies largos, el
tobillo saliente.
Para completar el
retrato, dice la leyenda que unas lineas figurando el
diseño de una rueda adornaban las plantas de sus pies
Gracias a eso, mas tarde, los budistas pudieron reconocer sus huellas
en diversos lugares, que convirtieron en puntos de peregrinación...
Todas las tradiciones
concuerdan al señalar las circunstancias y el lugar de su muerte. A
la edad de ochenta años, volvía a Radjagriha, a pie como siempre,
acompañado de un gran numero de discípulos, entre ellos Ananda, su
preferido. Después de atravesar el Ganges, visitó la ciudad de
Valsali, donde ordenó a varios religiosos. Se encontraba cerca del
río Atchiravati, cuando se sintió presa de una inmensa lasitud. A
punto de desfallecer, se detuvo en un bosque, bajo un arbol. Allí
murió
Se le celebraron unos
funerales grandiosos, «con toda la solemnidad que se reservaba a
los monarcas soberanos». Ocho días después de su muerte, se quemó
su cuerpo, dividiendo sus cenizas en ocho partes.
Al cabo de dos
milenios, los budistas del mundo entero no dejan de conmemorar el
«pasaje terrestre» del Sabio entre los Sabios. Por ejemplo, en la
ciudad de Kandy (isla de Ceilán), donde se alza un santuario en el
que se conserva un diente de Buda (guardado e siete estuches,
encajados unos en los otros), sus fieles vienen a recogerse ante él
todos los años. La inestimable reliquia se pasea por las calles de
la ciudad, en el curso de una procesión donde se despliega todo el
fasto de Oriente.
A la luz de esta
bonita leyenda, tan conmovedora y embebida de toda la poesía
oriental, tan genuina, no resulta difícil concebir que los artistas
y artesanos que se dedicaron a perpetuar la imagen de Buda lo
hicieron con verdadero fervor, que impregna literalmente sus obras.
Del mismo modo, se
comprende que, mas adelante, los grandes iniciados, los religiosos,
incluso los hechiceros, lograsen comunicarles misteriosos «fluidos»
espirituales y, para decirlo todo, mágicos.
Lejos de sonreir ante
esta afirmación, como podríamos sentimos tentados a hacer, mas vale
que examinemos los hechos irrefutables.
Veamos en primer lugar
la muy extraña historia de una estatuilla del siglo XVII,
representando a Avalokitecvara, dios de la Misericordia.
Se trata de un bronce
de una gran finura, con turquesas incrustadas, procedente del Tibet.
El dios, que tiene cuatro brazos, aparece sentado, sujetando el loto
sagrado contra su pecho.
Preside su tocado un «Anistaba»
(avatar de Buda, facil de reconocer por el mas importante de sus
«signos particulares», la protuberancia de la coronilla).
Quien era, pues, el
dios de la Misericordia?
De acuerdo con la
leyenda, al verdadero Avalokitecvara le correspondió cumplir una
misión muy hermosa, la de anunciar a la hija del rey Suprabuda que
iba a convertirse en la madre del «Sabio de los Sabios», aquel que,
en la plenitud de su vida, merecería el sobrenombre de Buda.
Para llevar a cabo esa
misión, tomó la forma de un pequeño elefante blanco, con seis
colmillos, y se introdujo una noche en el sueño de Maya Devi.
Siempre en sueños, el
divino paquidermo le atravesó el flanco con la punta de uno de sus
colmillos, sin que ella experimentase el menor dolor.
Poco después, aunque
ahora en pleno día, el «aspirante a Buda» descendió -ya lo hemos
visto- en forma de un rayo luminoso, a fin de proyectar la «divina
semilla» en el seno de la joven reina, que, como se sabe, quedó
encinta a consecuencia del misterioso fenómeno.
Sin embargo, solo
varios siglos después de la muerte de Buda, la leyenda subrayó un
hecho sorprendente, es decir, que el anunciador
de Buda fue el propio dios de la Misericordia. Observando desde lo
alto de los cielos lo que ocurría en la tierra, se conmovió ante la
desdicha, ante el dolor de los humanos. Con el propósito de
salvarlos a todos, resolvió enviarles a aquel que iba a convertirse
en el futuro Buda.
De ahi la necesidad de preparar a Maya Devi para este extraordinario acontecimiento, anunciándoselo por adelantado Esta poetica leyenda no difiere apenas en su fondo de la que precedió a los comienzos del cristianismo. ¿Acaso el nacimiento de Jesús no le fue anunciado a la Virgen por el angel Gabriel? ¿Y no se lo comunicó el profeta Juan el Bautista a las multitudes de Judea y no bautizó mas tarde a Jesús en las aguas del Jordan?
De ahi la necesidad de preparar a Maya Devi para este extraordinario acontecimiento, anunciándoselo por adelantado Esta poetica leyenda no difiere apenas en su fondo de la que precedió a los comienzos del cristianismo. ¿Acaso el nacimiento de Jesús no le fue anunciado a la Virgen por el angel Gabriel? ¿Y no se lo comunicó el profeta Juan el Bautista a las multitudes de Judea y no bautizó mas tarde a Jesús en las aguas del Jordan?
Ahora bien, en 1968,
una vidente parisina, Jacqueline Lebeau, entró en posesión de la
estatuilla representando al dios de la Misericordia. Se la regaló un
amigo en señal de agradecimiento.
No solo la vidente
habia guiado a ese amigo en momentos difíciles, ayudándole con sus
prudentes consejos a salvar los escollos con que tropezaba en su
camino, sino que, gracias a ella, el alma de aquel hombre se abrió a
la vida espiritual. Se le ocurrió entonces la idea de dirigirse al
Tibet, una de las principales cimas de la espiritualidad, a fin de
meditar en este ambiente único en el mundo.
Y allí se enteró de
la existencia de la estatuilla, propiedad de un pintoresco anciano,
gran coleccionista de objetos sagrados antiguos y anticuario a ratos.
Después de mucha
insistencia, acabó por adquirirla. El anciano vacilaba en separarse
de ella, ya que, según se decía, concedía la gracia solicitada
«cuando alguien la tomaba en sus manos y formulaba vehementemente un
deseo».
Se trataba de una
estatuilla intacta, conservando todavía en su
interior las ofrendas hechas en tiempos lejanos, en agradecimiento a
sus bondades. En efecto, de creer en la leyenda oral, contiene varias
piedras preciosas amalgamadas con turquesas reducidas a polvo. Un
trocito de pergamino en el que se hallan inscritas tres palabras
mágicas acompaña al conjunto. El orificio esta debidamente obturado
con una especie de pez y precintado con un sello en el que figuran
signos misteriosos facto con una especie de pez y precintado con un
sello en el que figuran signos misteriosos.
Cuando Jacqueline
Lebeau tomó en sus manos este relicario tan antiguo, sintió en el
acto sus radiaciones.
-Fue una impresión
extraordinaria -dice-. Una gran dulzura y, al mismo tiempo, una gran
fuerza se desprendían de el. De pronto me sentí relajada,
tranquila, mas ligera.
Por nada del mundo se
le hubiera ocurrido violar la estatuilla para comprobar su contenido.
Sin embargo, no pudo evitar plantearse cuestiones. Por mucho que
viviera sumergida en lo irracional, no por eso se dejaría engañar.
«La leyenda de esta
estatua es maravillosa -se dijo-. No cabe la menor duda de que emite
radiaciones positivas. No obstante, en lo que se refiere a sus
poderes secretos, mas vale esperar... Dejemos actuar a los
acontecimientos...»
Y colocó la
estatuilla en una pequeña estantería, detrás de su mesa de
despacho, sin volver a pensar en ella.
En los días que
siguieron, recibió como de costumbre a varias consultantes mas o
menos abrumadas por preocupaciones de orden financiero o sentimental,
pero ninguna cargando sobre sus hombros pruebas insoportables. Hasta
que una tarde se presentó en su casa una mujer de mediana edad, muy
bella todavía, con unos admirables ojos verdes, donde se leía una
desdicha sin limites.
A partir de ese
momento, nos sumergimos en lo extraño. Cuenta Jacqueline Lebeau:
Sin decir una palabra,
la señora depositó delante de mí una pequeña foto representando a
su marido. Solo se veía la cara. Apenas tome la foto entre mis
manos, me sobresalté. Aquel hombre estaba padeciendo un verdadero
martirio... Presentí que dolores fulgurantes atravesaban sus brazos,
sus piernas. .:
-jQué curioso! Tiene
las piernas encogidas en la postura de Buda....
Al oir mis palabras,
la señora palideció, muy trastornada.
-Es verdad. Y si trata
de extenderlas, de devolverlas a una posición normal, el sufrimiento
se hace intolerable. Lleva varios años en cama. Los médicos se han
declarado impotentes. Dicen que mi marido es «un caso». Lo toman
por un simulador, puesto que no padece de parálisis, dado que las
piernas le duelen y son sensibles al tacto";,,.
Después de
concentrarme le dije a la señora:
-No, no es un
simulador. Esta viviendo un verdadero calvario. Creo que «paga» una
falta que cometió mucho tiempo atrás..., mas de doce años...
Procure ayudarme, si puede... Presiento algo tan terrible... Esa
falta parece relacionarse con algo sagrado.
¿Esta usted al
corriente?
Su rostro se demudó,
aunque se dominó para no estallar en sollozos. Luegomovió afirmativamente
la cabeza. Una vez calmada, dijo:
-Si, en efecto, mi
marido cometió un verdadero sacrilegio... Lo hizo por espíritu de
lucro. Se encontraba en Indochina cuando un aventurero le propuso
venderle, por un precio módico, un magnifico buda procedente del
pillaje de un templo... Hacía años que el hombre ocultaba la
estatua en su casa, pero quería deshacerse de ella antes de regresar
a Francia. No se atrevía a traerla el mismo a causa de las
dificultades que no dejarían de surgir en la aduana. Además, por
diferentes razones, no sentia ningún interés en atraer sobre ella
atención de las autoridades oficiales... Mi marido se apresuró
entonces a adquirirla, incrementado su interés por el hecho de que
conocía a un millonario norteamericano, de Texas, con el que había
comerciado de vez en cuando. Consiguió venderle aquella muy antigua
obra de arte por una cantidad fabulosa. El millonario era un hombre
pervertido, que colocó en seguida la estatua sobre una peana, en un
extremo de su amplia piscina, donde, en cada una de sus recepciones,
se desarrollan orgías dignas de la Roma decadente.
Semejante sacrilegio
no podía permanecer impune. Así se lo declare a mi marido, que se
limitó a encogerse de hombros. Sin embargo, en los años que
siguieron, su humor cambió. Su habitual dinamismo se trocó en una
especie de torpor. Su actividad de hombre de negocios—se ocupaba
de asuntos de exportación e importación—se resintió a causa de
ello. Pronto se manifestaron los primeros síntomas de su
enfermedad. Los violentos dolores le impedían sostenerse en pie.
Sentado, padecía menos, aunque a condición de doblar las
piernas en la postura de meditacion del Buda. Después le
tocó el turno a los brazos, que tuvo que cruzar so pena de sentir
horribles mordeduras, «como si invisibles cangrejos le devorasen
vivo».
Ahora es un hombre muy
disminuido, incapaz del menor gesto, del menor es fuerzo. Sus
sufrimientos no dejan de aumentar... Una amiga me dijo que poseía
usted una fuerza fluídica particular. Decidí venir a consultarla.
¿Le será posible hacer algo para atenuar sus dolores? Porque, si
continua así, acabara por perder la razón. . .
Estoy acostumbrada a
las confidencias mas inimaginables. Confieso, sin embargo, que sentí
un inmenso malestar ante el relato de un caso tan inverosímil.
Que podía hacerse por
aquel hombre, victima sin la menor duda de las terribles
consecuencias de su mediación? lncluso la oración, mi arma mas
eficaz, me parecía impotente para vencer el maléfico poder de
aquellas fuerzas misteriosas.
¿Quien se atrevería
a negar la realidad de las radiaciones desconocidas que emanan de
ciertos objetos de culto, de estatuas sagradas; expuestas durante
siglos a la veneración y a las plegarias de los fieles en los
lugares de gran espiritualidad?
De pronto, al pensar
en las estatuas «cargadas»,
se me ocurrió una idea: tal vez mi dios de la Misericordia se
apiadaría del sufrimiento de aquel hombre, y sobre todo de la
desdicha de aquella mujer, tan digna de compasión. la tomé de la
estantería en la que lo había puesto y se lo tendi.
-Tóquelo y rece con
toda su alma jQue el dios de la Misericordia venga en su ayuda!
Asombrada, hizo lo que
yo le sugerí. No obstante, añadió:
-¿Es todo cuanto
puede decirme?
-Si. Por el momento,
no veo ninguna otra cosa. Recemos... Esperemos... y ...Ya se verá.
En el instante en que
ella iba a salir de la habitación, tuve una inspiración:
-Déjeme la foto de su
marido. Voy a ponerla bajo el buda.
La señora me confió
entonces una pequeña foto de carné y se despidió de mí bastante
perpleja, tengo que confesarlo.
Pasaron seis meses
antes de que Jacqueline Lebeau volviera a tener noticias de su
visitante.
Al fin, una tarde de
otoño la vio entrar en su consultorio, con los brazos cargados de
flores. Su rostro de rasgos relajados, sonrientes, daban testimonio,
sin necesidad de que hablase, del dichoso cambio acaecido en su
hogar.
La señora explicó a
la aliviada vidente que, poco después de su precedente visita, los
fulgurantes dolores que torturaban a su marido empezaron a
manifestarse a intervalos cada vez mas prolongados.
Al cabo de una semana,
le sugirió que tratase de poner una de sus piernas en posición
normal. El le respondió que le resultaba imposible. Sin embargo, al
irse espaciando los dolores cada vez más, y ante la insistencia de
su mujer, consintió en intentarlo. Terminó por desdoblar la pierna
derecha y dejarla colgar fuera de la cama. Después, le tocó el
turno a la izquierda. Pero todavía no lograba levantarse. Los
músculos atrofiados no respondían ya a su voluntad. La decepción
hizo que fallasen sus frágiles nervios. Los ojos se les llenaron de
lágrimas. Maquinalmente, se las enjugó con el dorso de la mano.
--¿Ves?—le dijo su
mujer en tono triunfal-- Has recobrado el uso de las manos. Ten
confianza. Las piernas acabarán por sostenerte como antes. Las
oraciones que se dicen por ti te ayudarán.
No se atrevió a
hablarle de su visita a Jacqueline Lebeau ni de la misteriosa
estatuilla del dios de la Misericordia.
Entretanto, día tras
día, los progresos se fueron haciendo más precisos. Cuando
consiguió por fin mantenerse en pié, hubo que reeducarle, que
enseñarle de nuevo a andar. Poco a poco, gracias a un
kinesiterapeuta, la musculatura de sus piernas volvió a la
normalidad. Al mismo tiempo, la expresión de su rostro se modificó.
La tez se aclaró. Su prominente vientre disminuyó de volumen. Dejó
de parecerse a un Buda
En la actualidad, no
padece ningún dolor. Anda sin bastón y comienza a vivir
normalmente, En compañía de su mujer, piensa ir a acabar su
convalecencia en su propiedad de Yonne. Su pesadilla ha terminado.
Cosa curiosa, el viejo
proverbio occidental:”Ayúdate y Dios te ayudará” recuerda mucho
a ciertas máximas de Buda.
Serge (4) acostumbra a
citar a algunas de ellas: “Antes de nada, protégete a ti mismo”.
“Solo en ti mismo, gracias a tu fuerza interior, encontrarás ayuda
y protección” “Recuerda que no existe nada duradero, a excepción
del cambio”
Lo cual no impide que,
a la luz de su larga experiencia, de sus numerosas estancias en la
India, crea también a pies juntillas en los misteriosos “poderes”
de ciertas estatuillas asiáticas.
En su apartamento
parisino---un verdadero museo---vive rodeado literalmente de
figurillas mágicas. Cada habitación está ornamentada con un
número increíble de estatuas, de objetos rituales, que van desde
thankas rarísimos—admirables pinturas sobre
tejido, colgadas en las paredes y denominadas “La rueda de la
Vida”, especie de laberinto secreto que representa el ciclo de la
existencia humana desde el parto a la muerte—hasta mandalas
del Tibet, figuraciones geométricas e iniciáticas, objetos de alta
meditación, ante los cuales suelen orar los lamas. Esto les
transporta “hacia la iluminación absoluta”
En una estantería, el
dorgé, pequeño instrumento mágico de bronce
en forma de bastoncillo de diez centímetros de largo, terminando en
cada extremo por una especie de bola, se codea con una campanilla.
Los lamas sostienen el dorgé con una mano,
mientras agitan la campanilla con la otra. Esto confiere “la
fuerza” y el “conocimiento”
En su casa, se va de
descubrimiento en descubrimiento. Todo el misterio y todo el encanto
de la India se encuentra en su apartamento. Sobre un velador, se ve
un Pur-Bhu, puñal de bronce macizo, del que se
sirven los lamas para ahuyentar los demonios, los malos espíritus.
Más lejos, una
“madera de encantamiento”, especie de horquilla, cuyas puntas han
de sostenerse con las manos. Dichas puntas han sido ligeramente
quemadas en un “fuego sagrado”
--Es muy benéfica—dice
Serge--Protege
Del Templo del Sol,
situado en Marcande, Cachemira, el escritor se trajo una piedra
cubierta de inscripciones mágicas, protectoras.
En fin y sobre todo,
se puede admirar una extraordinaria colección de Budas, Bodhisathvas
(«aspirantes a Budas») y Taras (diosas femeninas) de diferentes
tamaños.
Una de éllas, la
Diosa de Oro, es una pieza rarísima del siglo XVII, originaria de un
monasterio del Tibet. Se trata de la diosa budista del Conocimiento y
de la Sabiduría y se llama Manyucri.
La tengo desde hace
sesenta años—me confió Serge—La compré en el rastro de
Paris..En aquélla época feliz, se conseguían aún increíbles
descubrimientos. Esta diosa Tibetana me ha acompañado durante toda
mi vida. Siempre me ha sido benéfica. Poseo la prueba de que emanan
fuerzas de la estatuilla. Entre otras cosas, presenta la
particularidad de atraer hacia ella toda clase de objetos sagrados
procedentes de los templos tibetanos. Cada vez que deseo poseer tal
o cual estatuilla, concurren de inmediato las más extraordinarias
circunstancias para traerla hasta mis manos. Cuando viajo, la diosa
me sigue a todas partes. En 1940, me encontraba en el Lot. Pero no
había dejado a mi diosa en Paris. Me la había traído conmigo.
Sabía que ella me protegería. Y me salvó de una muerte cierta en
una circunstancia dramática.
»Formaba yo entonces
parte del maquis de Cahors, pero quiso el
azar que se me
ocurriese aquel día ir en bicicleta a la ciudad, en compañía de mi
mujer. Una decisión equivocada, ya que aquella mañana los alemanes
patrullaban por las calles, pidiendo los carnés de identidad y
deteniendo a todos los hombres. La víspera, a modo de represalia por
no recuerdo qué hazaña de la Resistencia, habían quemado el pueblo
de Freycinet-le-Gelat, lo mismo que hicieron con Oradour-sur-Glane,
de siniestra memoria.
Apenas me dio tiempo
de decirle a mi mujer: “Escapa” Un soldado con casco y uniforme
camuflado me detuvo. Era un tipo corpulento, uno de los mongoles
capturados por los alemanes en el Cáucaso y a los que habían
enrolado en su ejército de ocupación en Francia
“Sin pronunciar una
palabra, me clavó la metralleta en el vientre, obligándome a
avanzar de espaldas delante de él. En tan incómoda posición, me
hizo atravesar una parte de la ciudad. Mientras andaba, tuve un
pensamiento para mi diosa, a la que había tocado media hora antes.
¿Acudirá en mi ayuda?
“En aquel momento,
mientras atravesábamos el admirable puente Valentré, llamado “El
Puente del Diablo”, pude ver en el brazalete del esbirro un
triángulo azul pálido como el cielo de su país y sobre ese
triángulo, una mezquita, una palmera y una estrella… De nuevo
pensé en mi Diosa de Oro. “Tiene que sacarme de aquí, en caso
contrario estoy perdido” Y en el acto me sentí inspirado. Me
dije: “Este tipo debe ser originario de Turkestán oriental y
seguramente comprenderá el árabe” En seguida, le interpelé en
esta lengua:
“—Salaam
Aleikum (La paz sea contigo)
“Sorprendido, me
miró como si me viese la primera vez. Había reconocido en mí a
uno de sus hermanos. Retiró la metralleta, me tendió la mano y me
dirigió un gesto que significaba claramente:
“¡Lárgate!” ¡Y
vaya que si me largué!
.
, Según este muy
erudito tibetólogo, hay que situar las estatuillas sagradas, budas o
de otro tipo, frente a la puerta de entrada y nunca
de espaldas
Las obras de arte
tibetanas son las más “cargadas”
de todas. Por eso él posee un gran número de éllas.
Solo resultan
maléficas las que han pasado por las manos de los hechiceros
hindúes, que las “sobrecargan” de malignidad.
En cuanto a las
estatuas africanas, Serge ha conocido demasiados dramas provocados
por éllas para conservar una sola en su casa
--Me deshice de una
magnífica colección de “negros”:estatuillas, máscaras,
bastones de fetichistas.. Rebosaban de “voltios” de
encantamiento.
Serge conoció a unas
personas que poseían a una estatua africana de gran belleza,
originaria de Gabón. Ocupaba el lugar de honor en su apartamento
del barrio del Parque Monceau.
Tan pronto como la
vió, les dijo:
--Esa estatua es
peligrosa, maléfica. Tendrán que desencantarla.. o librarse de
élla.
No quisieron
escucharle, no creyendo en lo que éllos llamaban ”superticiones
ridículas”
--Yo presentía que la
muerte rondaba a su alrededor—me dijo Serge—que pronto habría un
duelo en la familia si no se apartaban de ella.
Aún no había
transcurrido un año cuando se enteró de la muerte accidental de la
joven ama de casa.
Por lo demás, un gran
número de anticuarios comparte esta opinión
--No me queda más
remedio que reconocerlo—me confesó el señor M…, especializado
en el negocio de las estatuillas antiguas—
Los “poderes
nocivos” de ciertos objetos y piedras africanas no
tienen nada de imaginarios. Por nada del mundo los llevaría a mi
casa, a mi apartamento. Los dejo siempre en el almacén.
Mientras espera a
venderlas a uno de esos fanáticos coleccionistas, toma la precaución
de envolver las estatuillas en varias capas de papel negro. Después
las encierra en el rincón más oscuro de un armario. Al parecer, de
esta manera se neutralizan sus ondas nocivas.
--No hay que
olvidar—me explicó—que esas esculturas han sido trabajadas por
negros que son a la vez notables artesanos y expertos hechiceros y
que han “polarizado” sobre esos objetos temibles fuerzas
malignas.
Ella es a la vez luz y
sombra.
Luz por su físico de
morena resplandeciente, demostrando que belleza y feminidad pueden
cohabitar con el saber. Luz por su franqueza, su entusiasmo ante la
vida y sus riquezas. Luz, en fin, por su fervor en cuidar y aliviar
el sufrimiento.
Sombra por sus ojos y
su cabello oscuro, su piel mate, por todo aquello que calla por
modestia, tacto, discreción o pudor, por sus silencios y por un
cierto lado secreto de su caracter.
Hasta tal punto que,
aunque impregnada de sol y enamorada de el, se complace sin embargo
en la penumbra misteriosa de su gabinete de consulta. Lo que se
conoce de ella mas bien se adivina y deriva de intuiciones, de
deducciones, que de sus propias confidencias.
Al filo de la lectura,
veran diseñarse poco a poco una doble silueta: la de un medico,
formado en la escuela cartesiana del materialismo científico, que
descubre el balance de su experiencia, y la de una mujer plenamente
consciente de estar vinculada a las fuerzas todavía inexploradas de
la espiritualidad universal, una mujer que confiesa su amor por lo
humano... .
Estas breves lineas
están tomadas del prefacio que mi colega J... P... dedicó a una
obra sabre las medicinas naturales, escrita por la doctora Genevieve
X...
No hay nada que añadir
a este retrato fiel, a excepción de que también a mi me había
impresionado la atmósfera que rodeaba la «penumbra misteriosa de su
gabinete de consulta».
Esa extraña atmósfera
la creaba sabre todo la presencia de un inmenso buda. Ocupaba la
totalidad de la repisa de la chimenea y medía mas de un metro de
alto por un metro de ancho. Muy antiguo, con la pátina de los años,
su rostro era extraordinario. Como laGioconda, su
enigmática mirada seguía al visitante. ¿Ilusión? ¿Imaginación?
Me parecía que su expresión se modificaba de acuerdo con el «clima»
del momento, el ambiente del dia.
Al principio, le
encontré un aire benévolo. Mas tarde, su sonrisa se volvió
progresivamente inquietante. Al menos, me daba esa impresión.
Una vez establecidos
lazos de amistad entre la doctora y yo, me permití un día
preguntarle en que circunstancias había llegado a su poder aquella
magnifica estatua.
Me explicó que había
pertenecido antes a uno de sus pacientes. Un hombre ya de edad,
solitario, original y riquísimo. No se sabía porqué, la había
apodado «el Buda del Destino».
Una mañana de
invierno, le fulminó un ataque de hemiplejía.
Sus miembros quedaron
inertes. No obstante, conservaba el uso de la palabra. A su petición,
la doctora acudió a su cabecera.
Ante su gran sorpresa,
encontró a los empleados de una casa de mudanzas empaquetando el
buda que el hombre tanto apreciaba.
-¿A dónde hay que
llevarlo? -preguntó uno de los hombres.
-A donde se les
ocurra. No quiero verla mas.
Pero al ver a su
visitante, le dijo a quemarropa:
-Llega usted a tiempo.
¿Le gustaba, no? Pues si no le parece demasiado estorbo, puede
quedarse con él.
En efecto, hacia ya
mucho tiempo que la doctora se sentía atraída por aquella imponente
estatua. Por consiguiente, aceptó la generosa oferta sin intentar
profundizar en el motivo que impulsaba al anciano a separarse de una
de las mas prestigiosas piezas de colección.
Nunca mas volvió a
ver a su paciente. Como sucede con frecuencia en semejantes casos,
lejanos parientes de provincia se presentaron sin tardanza,
engolosinados con la perspectiva de una fabulosa herencia. Montaron
una guardia vigilante en torno al anciano, eliminaron todas las
antiguas relaciones del enfermo, reemplazaron al fiel personal por
una pareja de vietnamitas, enigmáticos y silenciosos, a los que
dieron la consigna de no dejar penetrar a nadie en el apartamento.
Por ese motivo, tras
enterarse de que «un primo médico» se ocuparia en adelante del
enfermo, la doctora no insistió más.
Fascinada por la
mirada del buda, le pregunté un día a Genevieve X... si me
permitiría fotografiarlo, a fin de incluir su foto un próximo
libro.
Accedió. Sin embargo,
el proyecto quedó para mas tarde, pues to que yo tenia que
ausentarme por varias semanas.
Fui a hacerle una
ultima visita antes de marcharme. Al entrar en su gabinete de
consulta, por lo general tan agradable, sentí por primera vez una
curiosa impresión. Como si las armoniosas vibraciones, para emplear
el lenguaje de los ocultistas, hubieran desaparecido.
Maquinalmente, alce
los ojos hacia el_buda. Me quedé pasmada ante su expresión. Parecia
mirar a la doctora con aire hostil. Aquel dia
comprendí, dejando aparte todo razonamiento, que algo maléfico se
centraba sobre ella. ¿Debía comunicarle mis aprensiones?
Podría decirle: «Mire
a su buda. Resulta terriblemente amenazador
Nunca me había dado
cuenta hasta este punto. Tiene usted que deshacerse de el lo mas
pronto posible. Además, ¿Acaso no dio mala suerte a su anterior
propietario?»
Ante aquella
encantadora mujer, que me acogí sonriente, serena como de costumbre,
no me atreví a hablar. ¿Para que alarmarla? Después de todo, tal
vez mis temores fuesen solo fruto de mi imaginación. Me abstuve de
todo comentario al respecto.
Aquel dia marche a la
Haute-Savoie, con la intención de escribir en un ambiente tranquilo.
Desde Saint-Gervais,
le envié una tarjeta postal.
A mi regreso, un mes
mas tarde, la llame por teléfono para fijar la fecha en que podría
visitarla en compañía de un fotógrafo.
Ante mi gran sorpresa,
su teléfono permaneció mudo. En el transcurso de la mañana, repetí
varias veces la llamada. Y en cada ocasión, ninguna respuesta.
Entonces, recordé de
repente mis sombríos presagios. ¿No habría ejercido ya el «Buda
del Destino» su maléfico poder? Consulté febrilmente la guía de
teléfonos. En la dirección de mi amiga -una hermosa casa antigua
situada en un barrio residencial del distrito XVI- encontré el
número del conserje del edificio. Marqué llena de aprensión. Me
respondió una voz femenina al otro extremo del hilo:
-La doctora Genevieve
X... murió hace diez dias, de una meningitis fulminante Al pedir que
me precisasen la fecha de su muerte, me di cuenta de que había
sobrevenido el mismo día en que yo le escribí por última vez
Una lectora manifestó
el deseo de conocerme. Eso sucede con frecuencia, pero en esta
ocasión la mujer insistía al teléfono, con una voz angustiada, al
borde de pánico
Acepté, pues,
recibirla al día siguiente por la mañana. Llegó en compañía de
sus dos hijas gemelas, Martine y Chantal, ambas encantadoras, en todo
el esplendor de sus veinticinco años.
En cuanto a ella,
representaba unos cincuenta mal conservados, con el rostro
prematuramente envejecido por las preocupaciones Era muy distinguida,
muy al viejo estilo francés, a la vez digna y como presurosa de
librarse de un doloroso secreto.
El hecho de que me
hubiese escogido como confidente me conmovía, si bien no alcanzaba a
imaginar en qué podría yo serle útil.
Se presentó como
sigue: señora R…, viuda dese hacía nueve años de un presidente
del Tribunal de la Seine. Y he aquí su relato:
En su juventud, su
marido había participado en la guerra de Indochina. Muy aficionado
a los objetos exóticos, se había traído de la jungla asiática
diversas cerámicas muy antiguas, así como un pequeño buda
procedente de las ruinas de un templo abandonado, invadido por las
lianas de la selva.
El Sr R… sentía un
gran cariño por esta estatuilla, ya que según decía, le había
salvado la vida. En todas las emboscadas, todos los peligros en que
se vió mezclado, había rozado la muerte cien veces. Atribuía su
milagrosa protección al buda, que no le abandonaba jamás.
De regreso en Francia,
regaló su precioso talismán a su hijo Jean-Marc, el cual,
terminados sus estudios de medicina, acababa de abrir un consultorio
en Montmartre. Aunque, en el pasado, el ilustre estadista Georges
Clemenceau inició su trabajo como médico en la Butte, los
discípulos de Esculapio nunca apreciaron particularmente este
barrio.
Por este motivo, al
regalarle el pequeño buda, le dijo su padre:
-Tienes que colocarlo
sobre tu mesa de despacho. El primer dinero que ganes lo pondrás
bajo el buda... Estoy seguro de que tu carrera se iniciará bajo
buenos auspicios. Ya lo verás.
Y en efecto, el joven
médico, carente de toda relación personal en aquella pintoresca zona
del distrito XVIII, contó bien pronto con una clientela escogida, No
una clientela formada por pintores mala muerte y vagabundos, sino por
pintores de renombre, dueños
de restaurantes y
hombres de negocios.
Y su prestigio aumentó
como una bola de nieve, con tal rapidez que le lleno de extrañeza.
Por el contrario, el magistrado no se sorprendió en absoluto ante el
súbito éxito de su hijo.
Mientras vivió, le
repetía con frecuencia a su mujer:
-Ya se lo dije. El
buda tenia que darle buena suerte.
Algunos años mas
tarde, a Jean-Marc se 1e ofreció la oportunidad de ir a instalarse
en Burdeos, en uno de los barrios mas hermosos de la ciudad.
Antes de marcharse,
tuvo un gesto digno de su padre. Le entregó el buda a su madre.
-Mi porvenir esta ya
asegurado -le dijo--, así que te lo doy Tienes mas necesidad que yo
de su protección. Ojala te sea benéfico, y ayude a mis hermanas en
sus proyectos artisticos.
En efecto, sus dos
hermanas soñaban ambas con una carrera apasionante, pero dificil.
Martine seguía los cursos de pintura en Bellas Artes, mientras que
Chantal, dotada de una bonita voz, esperaba conquistarse un nombre en
el mundo del canto.
Una vez que su hermano
se fue, y estimuladas por la misteriosa presencia del buda, las dos
muchachas emprendieron, cada una por su parte, numerosas gestiones,
Martine presentó sus primeras obras a los marchantes de cuadros.
Chantal se puso en busca de un empresario y entró en contacto con
varias casas de discos.
Cierto que los
resultados no podrían ser obtenidos de inmediato pero, bonitas y
bien dotadas como eran, deberían encontrar una acogida favorable,..
No ocurrió asi. Todas las puertas se cerraban ante ellas. Siempre se
las acogía con mala cara. De todas partes se las despidió, con
cortesía, desde luego, pero con una firmeza glacial.
Este balance negativo
las consternó.
Poco después, se
produjo un acontecimiento asombroso. En plena noche, las tres mujeres
se despertaron sobresaltadas al oir una serie de chasquidos, como
crepitaciones que, según su propia expresión, “estallaban con un
sonido tan seco como si se tratara de una metralleta”
A toda prisa,
encendieron la luz y se dirigieron al comedor, de donde procedían
los siniestros ruidos. . Allí descubrieron algo muy extraño: varios
de los muebles acababan de agrietarse de arriba abajo. No en una
linea recta, sino en zigzag, recordando la forma de los rayos.
Las altas puertas,
hermosamente talladas, del viejo armario normando, lo mismo que las
del aparador, aparecían cubiertas de anchas hendiduras, como si
algún vándalo se hubiera encarnizado contra ellas a golpes de
hacha. Varios vasos de cristal, alineados en las estanterías de la
vitrina, se habían roto.
De pronto la madre
dejó escapar un grito:
-jEs un castigo...!
Nunca debí de tocar al buda!
Y confesó a sus
estupefactas hijas el acto estúpido de que se había hecho culpable
la semana anterior. "
Examinando el buda con
una lupa, había descubierto debajo de la estatuilla un sello grabado
en una materia blanda. Entonces, sirviéndose de una navaja, raspó
el sello e hizo saltar la resina que obstruia la parte hueca del
buda, a fin de «ver lo que había dentro».
-“¿Y… que había?
-le pregunté.
-Retiré cinco perlas,
muy bellas, y un pequeño resorte coronado por dos cuernos
minúsculos. Creo que simbolizaba al diablo..,
Después de la
«violación», cometió la tontería de quemar todos aquellos
objetos en la chimenea, en lugar de devolverlos a su sitio.
Avergonzada a
posteriori de su comportamiento sacrílego, no se atrevió a confesar
su mala acción a sus hijas.
Pero se vio bien
obligada a comprobar que, a partir de ese dia, todo les empezó a
salir mal.
Las muchachas, hasta
entonces tan llenas de entusiasmo, vivían ahora encerradas en si
mismas, acomplejadas hasta el punto de no atreverse a iniciar la
menor gestión.
-La mas pequeña
iniciativa de nuestra parte esta condenada al fracaso --comentó
Chantal-. Todo se nos deshace en las manos, como si una invisible
barrera se interpusiese entre nosotras y las personas con las que nos
ponemos en contacto. En resumen, resulta evidente que un mal conjuro
se ha abatido sobre nosotras.
La señora R..., entre
gemidos, pero conservando siempre su estilo de la «vieja Francia»,
dejó escapar esta anticuada reflexión:
-¡Imagínese! ¡Se
van a quedar para vestir santos! No hay un marido a la vista. Tendría
que sacarlas al mundo. ¿Pero con que medios, Dios mio?
Por fin, vino al
objetivo de su visita. Me suplicó que le permitiese tocar mi collar
mágico, con la esperanza de compensar el maleficio.
Aunque me pareció
indigna de tal favor, accedí a su petición, sin cierta reticencia,
lo confieso.
La señora R...
manipuló mi talismán con sus dedos ganchudos y me juró eterno
agradecimiento.
Prometió tenerme al
corriente de cómo evolucionase la situación, y se fue, como
liberada de un gran peso.
No volví a recibir
noticias de las tres mujeres.
Pasaron
dos años.
Por casualidad,
durante una visita a un amigo mio, reputado marchante de cuadros de
la avenida Matignon, vi colgado en el cimacio de su galería un
cuadro muy bonito, en el que figuraba fresco paisaje de la
Ile-de-France: un río serpenteante y, a lo lejos un pueblo con su
campanario, un poco irreal entre la bruma azulada del crepúsculo. Lo
firmaba Martine R...
Por consiguiente,
había conseguido liberarse del maleficio y proseguía su carrera con
éxito.
El marchante conocia
asimismo a Chantal, que había asistido la inauguraci6n de la
exposición de su hermana, acompañada de su marido, un joven y
brillante abogado. Había renunciado de modo definitivo a la canción
y esperaba un feliz acontecimiento para finales de año.
En cuanto a su madre,
Martine la encontró, un día tirada cuan larga era en el suelo del
comedor. Yacía muerta, fulminada por una crisis cardiaca, entre sus
muebles familiares, tan curiosamente raya dos por hendiduras
irreparables.
Las Ardennes belgas
son el marco de esta otra historia autentica de un buda benéfico.
Al terminar sus
estudios en el mismo colegio de Namur, dos amigos de infancia se
habían jurado no perderse nunca de vista, sucediese lo que les
sucediese.
El mayor de ellos,
Jean de Sombreffe, poseía un buda japonés de bronce dorado, tan
antiguo que el oro que recubría al principio el metal habia
desaparecido casi por completo. Solo quedaban algunos toques, aqui y
allá, que producían un hermoso efecto sobre el magnifico bronce. En
una mano, sostenía un pebetero; en la otra, un loto sagrado.
En el curso de los
siglos, el buda pasó sin duda por muchas vicisitudes, ya que no solo
le habían vaciado de su contenido, sino que, en algunos puntos, el
metal abollado, agujereado, parecía demostrar la brutalidad con que
le trataron los saqueadores.
En tiempos pasados,
había sido objeto por parte de esta familia belga de una veneración
idéntica a la que se consagraría a una imagen de la Virgen. En
materia de devoción, hay casos raros que no se pueden discutir.
Durante los trágicos
acontecimientos de 1940, poco antes del éxodo que lanzó en confuso
montón por los caminos a civiles y militares, Jean de Sombreffe,
antes de unirse a su regimiento, fue a visitar a su amigo Raymond
Bastin.
-Te traigo mi mas
preciada posesión -le dijo, tendiéndole el buda-. Se trata de un
talismán que nunca ha abandonado a mi familia durante mas de dos
siglos. Te lo regalo. Cuídalo bien. Os protegerá a ti y a los
tuyos. Yo estoy solo en el mundo y ya no lo necesito..
Ese gesto tan
generoso,¿no se hallaba impregnado de una especie de
premonición? En todo caso, lo que siguió, como vamos a verlo,
demostró la verosimilitud de la hipótesis.
En aquel trágico mes
de junio, como otros muchos militares forzados a arreglárselas por
si mismos tras el desastre de los ejércitos aliados, Raymond no pudo
hacer otra cosa que batirse en retirada ante el fulminante avance de
los alemanes.
Cortadas las
comunicaciones telefónicas, desaparecidos los jefes en la tormenta,
fueron muchos los soldados franceses y belgas que vinieron a engrosar
la oleada de civiles que huian hacia Francia.
Montando en una
bicicleta que encontró abandonada en el patio de una granja, cuyas
ruinas humeaban todavía, Raymond consiguió llegar a la frontera
atravesando el bosque ardenes, que conocía bien.
Plegándose a las
circunstancias, bajo el intenso bombardeo de la aviación enemiga,
recorrió las carreteras de Francia, invadidas por los refugiados.
Al cabo de algunos
días, durante los cuales asistió impotente a la muerte de numerosos
civiles, segados por los ataques aéreos, llegó a Normandía sin un
rasguño.
Después de una noche
pasada en el granero de una granja hospitalaria, en compañía de
otros refugiados, siempre en bicicleta y siempre bajo las ráfagas de
las ametralladoras aereas, se encontró sano y salvo en Limoges.
El éxodo había
terminado para el. Sabia que podría pasar todo el tiempo que
necesitara en casa de su amigo, el cual acostumbraba ir a cazar con
él el jabalí en sus bosques ardeneses.
Entre el escaso
equipaje del superviviente, figuraba el buda japonés, envuelto en un
pañuelo de seda.
-Si la gente se
hubiera enterado de lo que transportaba en semejantes circunstancias
-dijo a su amigo--, me hubieran tomado por un loco.
Cuando se firmó el
armisticio, Raymond regresó a Bélgica. En coche esta vez, cosa
entonces excepcional, dada la escasez de gasolina.
Halló a los suyos en
perfecta salud, puesto que la pintoresca y pequeña ciudad turistica
de Marche en que habitaban había escapado a los bombardeos de la
Luftwaffe.
Tan pronto como le fue
posible, se dirigió a la casa solariega de Sombreffe. Deseaba
contarle a su mejor amigo su peligroso viaje y la milagrosa
protección de que había disfrutado.
Al llegar al gran
paseo que se abría entre hayas, encontró al viejo guardabosque,
quien le comunicó que Jean de Sombreffe habia muerto en el canal
Albert, el primer día de la batalla.
Privado de las
virtudes de su talismán, no fue mas que un militar sin defensa entre
millares de otros, y cayó como ellos.
Desde entonces, en
recuerdo de su hermano de elección, Raymond conserva fijado en la
pared de su cuarto de estar, sobre una pequeña estela y al lado del
retrato de Jean, el buda sonriente, que continua protegiéndole, lo
mismo que a sus hijos y a sus nietos.
¿Existen ciertos
budas con un «poder»
particular, que actúa sobre una determinada parte del cuerpo, para
bien o para mal?
¿Depende esto de las
fuerzas fluidicas con que los cargaron poderosos ocultistas o
hechiceros?
El enigma suscita
numerosas polémicas entre los orientalistas pero ninguno ha
conseguido aun descubrir una explicación valedera.
A este respecto,
conocí hace algunos años a una señora que poseía un buda, el cual
le causó una serie de desventuras a la vez curiosas y desagradables.
Se trataba de la
señora De Grazia y habitaba no lejos de la plaza Daumesnil.
Arqueóloga y
criptógrafa, le apasionaba la parapsicologia. Habia participado en
numerosas excavaciones en toda Francia. Además, era la autora de un
libro titulado L 'enigme des templiers, lo que no le impedía,
durante el resto de su tiempo, recibir a los componentes del “
Todo París”, deseosos de conocer su diagnostico en lo que se
refería a sus posibilidades de éxito.
Una de esas personas
le regaló un buda japonés muy antiguo, delicadamente esculpido en
cuarzo verde. Los siglos le habían aportado la inimitable suavidad
de su pátina.
Ya en la misma noche
del dia en que recibió el principesco regalo, una muy dolorosa y
súbita fluxión dental le impidió asistir a un concierto al que
estaba invitada.
Una fluxión que juzgó
«anormal», ya que nada la justificaba. Su intuición -muy grande-
le hizo sospechar del buda. Enérgica y decidida, se dijo: «No
quiero objetos maléficos en mi casa. Guardare el buda en el sótano».
Y sin mas tardar, lo
bajó en efecto al sótano, en el segundo subsuelo, y no volvió a
pensar mas en el.
Pero existen personas
impulsadas al parecer por el destino y que aparecen en el momento
oportuno para influir en nosotros, para hacernos reconsiderar
nuestras decisiones.
Asi ocurrió con la
señora De Grazia.
Recibió la visita de
un colega arqueólogo, interesado en particular por los objetos
sagrados de Extremo Oriente. Entonces le habló de su buda. Su
compañero quiso verlo. Ambos bajaron al sótano.
Tan pronto como tuvo
la preciosa estatuilla entre sus manos, el arqueólogo exclamó:
-¡Qué maravilla! Hay
que devolverla sin falta a plena luz. Es un crimen tenerla relegada
aqui, entre el carbón y las maletas viejas. Créame, una obra de
arte como esta no puede ser maléfica.
Tiene usted demasiada
imaginación.
La señora De Grazia
se dejó convencer y volvió a colocarlo en el salón, sobre un
velador.
Ocho días mas tarde,
se produjo el «accidente». Un accidente extraño y cuyas
consecuencias pudieron ser graves.
Una amiga de la señora
De Grazia vino a pasar el dia del domingo con ella. Como de
costumbre, se trajo consigo su perro mastin, un buen animal de pelo
largo, desbordante vitalidad y que inspiraba a la arqueóloga un gran
afecto. Tan pronto como el perro entró en la habitación, para
manifestar su alegría, se alzó sobre las patas traseras, tratando
de alcanzar a la señora De Grazia. Sucedió tan de repente que esta
perdió el equilibrio y cayó de mala manera contra la puerta
cristalera que separaba el salón del comedor.
Se partió la parte
inferior de la cara, es decir, la mandíbula y
los dientes. Resultado: estancia en una clínica,
una intervención quirúrgica, tres meses de atentos cuidados,
numerosas visitas al dentista antes de recobrar el uso normal de la
boca. --Y menos mal que tuve suerte—decía—Pude quedar
desfigurada. Esta vez no quedaba duda posible.
Los poderes del Buda
actuaban sobre la mandíbula y los dientes
Basándose en esta desagradable experiencia,
decidió desembarazarse del buda de manera definitiva Cualquier
anticuario le hubiese ofrecido una gran cantidad por él. Pero era
demasiado escrupulosa y demasiado desinteresada para pensar en tal
solución. ¿Sobre la dentadura de qué inocente víctima continuaría
el Buda sus jugarretas? Decidió tirarlo al Sena. Una desdichada
gripe le impidió llevar a cabo su proyecto de inmediato.
Entretanto,
una amiga suya, una elegante mujer de negocios, llamó un día a su
puerta. --He venido sólo un momento para enterarme de cómo se
encuentra—dijo—No me detengo. Me esperan para comer en
Lapérouse. Tengo pendiente un importante negocio, que depende de los
financieros canadienses a los que voy a conocer en esa comida.
La señora De Grazia
tuvo entonces una inspiración.
--¿En Lapérouse? Eso
está en la orilla izquierda… ¿Querría hacerme el favor de tirar
este paquetito al Sena? No intente ver lo que contiene. Es un objeto
maléfico del que quiero deshacerme…
Sin molestarse en
profundizar en lo que tomaba por un capricho de su original amiga ,
la señora metió el pequeño paquete en su bolso y se marchó
Mientras conducía su
coche, miró la hora en su reloj del salpicadero. Las doce y
cuarenta y cinco… Si pretendía estacionar a orillas del Sena,
llegaría con retraso a su cita.
«Ya tiraré el paquete
después de comer», decidió.
A la hora indicada, se
encontraba en el restaurante, donde la esperaba su socio parisino,
acompañado por los negociantes de Quebec
.
La comida comenzó
bajo los mejores auspicios.
Después de los
entremeses, servidos con champaña rosado, vino la langosta. Sin
dejar de hablar, la señora quiso pelar una pinza del crustáceo,
insuficientemente partida.
Se la llevó a la
boca, mordió con delicadeza el caparazón y… ¡Horror! ¿Qué
vieron caer los hombres de negocio canadienses en el plato de la
elegante parisina? Su prótesis dental, sobre la que se alineaban,
en un orden impecable, sus cuatro dientes
delanteros, los mismos a los que se debía todo el
esplendor de su sonrisa.
Desdentada, cortado
el aliento por lo repentino del “accidente”, humillada por el
espectáculo de su prótesis yaciendo en el plato, media cubierta de
mayonesa, la encantadora mujer perdió todos sus triunfos.
Farfullando una excusa, retiró a toda prisa los dientes de la salsa,
los enjugó con la servilleta y los metió en el bolso, junto al
paquete cuidadosamente envuelto de la señora DeGrazia. De pronto
recordó que contenía un “objeto maléfico” y comprendió que
por fuerza existía una correlación entre ese objeto y el desdichado
incidente.
En aquélla
circunstancia, le falló su habitual presencia de ánimo. Durante
todo el tiempo que se prolongó la comida, permaneció consciente de
su lamentable apariencia. Hubiera preferido levantarse, abandonar el
restaurante, huir y dejar allí a sus interlocutores, los cuales,
estupefactos, incómodos también, no sabían qué decir.
Por último, acabó
por cortar la embarazosa situación pretextando otra cita, No
hubiera
logrado soportar el
suplicio del café, durante el cual su pobre sonrisa desdentada, que
la envejecía veinte años, no hubiera hecho más que acentuar su
malestar.
Se acordó un nuevo
encuentro para la próxima visita de los canadienses a Europa. Pero
ella no se hacía ilusiones. Se trataba de un puro formulismo. El
encanto se había roto irremisiblemente. No había nada que esperar.
El negocio estaba perdido.
Hundida, disimulando
apenas su turbación, se despidió con los labios apretados y la cara
deshecha.
A toda prisa,
atravesó el muelle, se acercó a la orilla del Sena y arrojó el
paquete maldito a las agua verde amarillentas del río.
Después, con no menos
precipitación, se dirigió a casa de la señora De Grazia y le contó
la desventura.
Esta, muy compungida,
solo pudo confirmarle el maleficio vinculado al buda. Y la consoló
lo mejor que supo, asegurándole que otros éxitos profesionales
vendrían pronto a compensar aquel fracaso, del que se sentía un
poco responsable.
Me hallaba a punto
de terminar este capítulo cuando recibí la carta siguiente:
Estimada señora:
Se por un amigo que
esta usted escribiendo una obra sobre las joyas y los objetos
benéficos o maléficos. He pensado, pues, que le interesará la
historia de mi buda japonés, ya que posee la particularidad de
mostrarse favorable o temible según las circunstancias. He aquí
cómo entré en posesión de dicho buda. Un amigo que conocía mi
interés por los bellos objetos vino a visitarme en los años sesenta
y me dijo:
--Estoy en relación
con un anticuario orientalista, un hombre excelente, que tiene un
buda japonés muy hermosos. Quizá te interese. --¿Cuánto pide por
él?
Me citó entonces
una cantidad que me pareció más que razonable. En consecuencia, mi
amigo y yo nos dirigimos al establecimiento de dicho anticuario,
situado en una calle próxima al Pantheón. Sentado sobre su peana,
el buda medía veinte centímetros de alto. Su aureola era un
verdadero encaje, con la forma y finura de una hoja de loto. De
proporciones admirables, los rasgos de su rostro reflejaban la más
profunda meditación. En su frente había incrustada una piedra de
luna en forma de cabujón.
--Según la
simbólica—me explicó el anticuario--, la piedra de luna resulta
más benéfica que el mismo diamante. Las manos del buda, unidas en
forma de concha, reposaban sobre sus piernas cruzadas. Y en sus
manos guardaba algunas monedas de oro y varias piedras de colores: un
topacio, un rubí, un zafiro…
--¿No dispone usted
de un escondrijo más seguro para sustraerlas a la codicia de un
posible ladrón?—le pregunté--.A mi entender, representan un valor
muy superior al que me pide por el buda.
--Por eso no forman
parte de nuestro trato. Esas monedas y esas piedras no me
pertenecen.
Y al observar mi
extrañeza, continuó:
--Pertenecen a Buda y
a quienes se las confiaron para que les den suerte. Puedo tocarlas,
admirarlas, pero si a alguien se le ocurriese hacerlas entrar en lo
que llamamos “el mercado de la plata”, se acarrearía los peores
problemas.
--¿Y qué piensa
hacer de ellas si me vende el buda?
--Devolverlas a la
naturaleza, al mundo en que reina Buda y donde seguirán
perteneciéndole. Venga—prosiguió--, sígame un momento
Como ya he dicho, nos
encontrábamos en una calle cercana al Pantheon. El anticuario se
apresuró a envolver sumariamente la estatuilla en un papel de seda y
llevándola él mismo, nos arrastró a mi amigo y a mí hasta el
estanque del Luxembourg, en el cual vertió todo su tesoro.
Al regreso, me hizo
sopesar la estatuilla. Por su peso, por su pátina, había creído
que era de bronce, sobre el cual subsistían algunos restos de
dorado.
Ante mi gran sorpresa,
la encontré tan ligera como una pluma. Sin duda no excedía de los
trescientos gramos.
Viendo mi asombro,
me explicó:
--No sabe usted nada
sobre la sutileza de los artesanos asiáticos. Sobre todo de
aquéllos para quienes el arte equivale a una oración. No puedo
decirle en qué variedad de pino fue tallado este buda. Pero si sé
que, en especial en el pino, el peso de la madera se debe sobre todo
a la savia. Cuando un artista japonés ha elegido ya al árbol del
que va a construir una estatua de Buda, lo traspasa con mil pinchazos
de aguja. Por los agujeros se escurrirá toda la savia. Una vez que
el árbol ha muerto, lo corta y deja secar la madera durante
siete años. Su religión le impone ese plazo. Al fin,
trabaja, talla, pinta,, da la pátina a la peana, a la estatua y la
aureola. En todo lo cual tardará de nuevo siete años.
Solo entonces irá a ofrecer su obra al templo, a fin de
que aporte la felicidad a su familia durante siete generaciones. Y
así es la obra que le vendo. Ojalá de igualmente la felicidad a
las personas que usted quiere durante siete
generaciones…
No pude evitar el
preguntarle:
--¿Porqué se separa
usted de un talismán de tanto valor?
--Porque para mí se
ha convertido en maléfico. Ha matado ami amor.
Y me contó una
extraña historia. Solía recibir regularmente en su casa a una
joven por la que experimentaba un tierno sentimiento. Un día, sin
que él se diese cuenta, se apoderó de una de las piedras preciosas
de Buda, un zafiro.
--Le había gustado
mucho la piedra y me dijo: “Móntala en una sortija, me
encantaría…” “No se te ocurra tocarla—le contesté—Te
traería mala suerte” Se echó a reir y cambió de conversación.
Pero cuando se marchó, comprobé que se había llevado el zafiro…Al
día siguiente por la mañana, me enteré de que se había matado en
el acto al chocar con un camión en la autopista del Norte. Por mi
imperdonable error, se había metido en ella
en sentido contrario… Comprenderá por qué no
quiero seguir conservando el buda en mi casa. En cierto sentido, me
siento responsable de la muerte de mi amiga.
Pagué el buda y me
lo llevé, con su peana y su delicada aureola.
Hace veinte años que
lo tengo en casa, durante los cuales más de mil personas han
depositado entre sus manos monedas de plata de poco valor---nunca han
llegado hasta el oro--- y algunas pequeñas gemas, a fin de obtener
su protección y sus favores.
Si hubiese guardado
todas esas ofrendas, acumuladas con los años, tendría con qué
llenar un cofrecillo.
Periódicamente,
cuando las manos de mi buda están llenas, pongo en remojo trozos de
pan atrasado. Formo luego una pasta y hago bolas pequeñas. En
cada una de éllas, meto una moneda o alguna de las piedras.
Incluso un día disimulé en una de éllas una pequeña sortija. A
continuación, monto en mi coche y me acerco a los fosos de Chantilly
para echárselas a las centenarias carpas, que las devoran con
avidez.
Y esta es la
auténtica historia de mi buda japonés. Si se decide a publicarla,
le ruego por favor que no cite mi nombre, sino solo mis iniciales.
E, M.
1. El término se
convirtió en el nombre sagrado del fundador del budismo, lomismo que la palabra
Cristo es el nombre sagrado del fundador del cristianismo.
Debería decirse el
Buda, igual que debería decirse el Cristo. [Los franceses dicenefectivamente el
Cristo. N. del T.]
2. Mas tarde, a
ejemplo de su tía Pradjapati, la bella Gopa entró en la vida
religiosa, lo mismo que otras dos esposas de Siddharta: Tacodharta y
Utpalavarna
3. Este árbol
gigantesco -de la especie conocida con el nombre de pippala-
se encontraba en
Bodhimanda. Durante siglos, los fieles le ofrendaron un ferviente culto. Según el
peregrino chino Heuen Tsang, en el año 632 de nuestra era, o sea, doce siglos
después de la muerte de Buda, el árbol existía todavía.
4. Los lectores le han
conocido ya en el capítulo anterior
Fuente:
Los Poderes Mágicos de las Joyas. Simone de Tervagne (1983)
Etiquetas: Buda