jueves, noviembre 10, 2011

Budas





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Historias de Budas

Los budas antiguos, sean de cuarzo o de bronce, de jade, de marfil o de granito, pequeños o grandes---algunos alcanzan hasta diez metros de altura—se hallan de manera general “cargados” de misteriosos poderes.

La cosa no tiene nada de sorprendente, puesto que en su mayoría contienen, o al menos han contenido alguna vez, distintas materias u objetos mágicos. Se encuentran en éllos joyas, diamantes, collares tibetanos, incluso cenizas de lamas…
A eso se debe el que buen número de budas sean huecos. Pueden compararse a nuestros relicarios, aunque con una diferencia. El contenido de estas estatuas o estatuillas ha de permanecer secreto.

Por consiguiente, solían encerrarse las reliquias bajo una espesa capa de pez, cera o resina. Y se sellaba con extremo cuidado el conjunto.

La mayoría de los budas son benéficos, salvo en el caso de que hayan sido violados. Si un profano—por curiosidad o por espíritu de lucro—se permite vaciarlos de su contenido, sus detentores pagan casi siempre las terribles consecuencias.

Actualmente, cada vez se hace más difícil hallar budas intactos, ni siquiera en las casas de antigüedades especializadas en arqueología asiática. Por regla general, los “violadores” han pasado antes. La mayoría de los que llegan a Francia no guardan nada en sus entrañas. Las joyas han sido robadas en el curso de los siglos.
De todos modos, las radiaciones de esas estatuillas que representan al Buda con su sonrisa enigmática, en la postura de la meditación, no han dejado de provocar dramas o hechos benéficos desde los tiempos mas remotos.

Antes de intentar explicar, por medio de ejemplos precisos, tan curioso fenómeno, vamos a recordar brevemente quien fue el verdadero Buda y los principales acontecimientos de su existencia.

Los occidentales nos hallamos poco familiarizados con los hechos y las gestas de este personaje, en extremo fascinante, que sigue siendo para la quinta parte de la población mundial el mayor de sus maestros, junto con su contemporaneo Confucio. Dice el historiador Barthelemy de Saint-Hilaire:

A excepción de Cristo, no existe entre los fundadores de religiones, ninguna figura mas pura ni mas conmovedora que la del Buda. Su vida no tiene tacha. Su constante heroísmo puede parangonarse con su convicción. Y aun si se considera errónea su doctrina, los ejemplos personales que da resultan irreprochables. Constituye el modelo perfecto de todas las virtudes que predica. Su abnegación, su caridad, su inalterable dulzura no se desmienten ni por un solo instante.

Recordemos que Buda no es un nombre propio, sino un titulo ascético. En lengua sanscrita, significa «el sabio», «el iluminado», «aquel que ha llegado a la ciencia perfecta». (1)

Hijo de Suddodhana, de la casta de los Sakyas guerreros, se llamaba realmente Siddartha Gautama. Se le designa asimismo con el nombre de Sakya Muni, el Sabio de los Sakyas.
Las tradiciones no se muestran de acuerdo sobre la época en que el Buda hizo su aparición. Los chinos, o budistas del norte, la sitúan en el siglo XI antes de la era cristiana; los singhaleses, o budistas del sur, la señalan hacia el siglo VII. Otros, en fin, se inclinan por el siglo V.

Por el contrario, las diversas tradiciones concuerdan por completo en 1o que respecta al lugar de su nacimiento, una ciudad del centro de la India, Kapilavastu, capital del reino del mismo nombre, al pie de los montes de Nepal.

Ya desde antes de su nacimiento, llaman la atención las analogías de Buda con la persona de Cristo, el cual no vendría al mundo hasta cinco o seis siglos mas tarde.

Como el, nace en el seno de una mujer carente de defectos. Para eso, tiene que descender del Cielo (Tushita), donde 1o rodean los homenajes de los dioses por «haber reunido infinitos méritos gracias a la ejemplaridad de sus vidas anteriores». Es «el aspirante a Buda».

Ahora bien, para convertirse en «el Buda cumplido», habrá de descender una vez mas a la tierra.
La mujer digna de llevarle en su seno debe poseer treinta y dos cualidades y ser absolutamente sin tacha.

Una joven de extraordinaria belleza, Maya Devi, hija del rey Suprabuda, que reunia todas esas perfecciones y era la esposa del soberano Satryas, fue la elegida por los dioses para dar la vida al futuro Buda.

El «aspirante a Buda» descendió, pues, en forma de «un rayo luminoso de cinco colores», es decir, una especie de arco iris, y Maya Devi quedó encinta «sin haber tenido comercio alguno con un hombre».

Según la tradición, el nacimiento de este ser de esencia divina fue anunciado por señales sorprendentes. El palacio de su padre se limpió por si mismo; los pájaros acudieron con cantos de alegría; los jardines se adornaron con las flores mas bellas; los estanques se cubrieron de lotos; los instrumentos de música tocaban sólo sones melodiosos; los estuches de piedras preciosas se abrieron espontáneamente para mostrar sus resplandecientes tesoros. En fin y sobre todo, el palacio se iluminó con un esplendor sobrenatural, que «ocultaba el del sol y el de la luna».

En el seno de su madre, el futuro Buda «se mantuvo en el lado derecho, sentado, con las piernas cruzadas». A su nacimiento, “Indra, el rey de los dioses, y Brahma, el amo de las criaturas, vienen a bañarle y lavarle con sus propias manos».

Siddartha no tenia mas que siete dias cuando murió su madre, Maya Devi, «a fin -dice la leyenda-de que no se le rompiese el corazón cuando viese a su hijo abandonarla, para errar por el mundo como religioso y mendigo». El huérfano fue confiado a los cuidados de su tia materna, Radjapati Gautami, que era también una de las mujeres de su padre. Mas tarde, en los tiempos de la predicación de Buda, se convirtió en una de sus discípulas mas fieles y mas adictas.

Ya desde la infancia de Buda, se dejó presentir su importante destino. Ingresado en las «escuelas de escrituras», se mostró mas sabio que sus propios maestros, hasta el punto que uno de ellos, Vicvamitra, declaró estupefacto que no le quedaba nada que enseñarle. En medio de sus compañeros de la misma edad, prefería retirarse para meditar a mezclarse en sus juegos.
Convertido ya en un hombre, los suyos comenzaron a urgirle para que se casase. Consintió en complacerles, con la condición de que la mujer que le propusieran no fuera “en absoluto una criatura vulgar y sin discreción y con tal de que estuviera dotada de las condiciones morales que deseaba en su compañera”

Esas cualidades las encontró reunidas en la bella Gopa (2) Pero por muy armoniosa que resultase la unión de ambos, no podía apartar a SIDDARTHA de los graves pensamientos que le asaltaban. Sin cesar se planteaba las cuestiones referentes a las leyes naturales, a la vida del hombre, a la enfermedad, a la vejez, a la muerte. Y ante la triste suerte de la humanidad, su corazón se llenaba de melancolía. A los veintinueve años, resolvió abandonar a los suyos, para ir a vivir en la soledad y la meditación. Su padre, el rey, alarmado y al mismo tiempo entristecido, le preguntó:

--¿Qué se necesitaría hijo mío, para hacerte cambiar de propósito?
El joven respondió:
--Señor, permaneceré a vuestro lado si puedes concederme cuatro cosas: que la vejez no se apodere de mi; que permanezca siempre en posesión de la juventud de bellos colores; que la enfermedad no me ataque jamás; que mi vida sea sin límites y sin decadencia.
El rey al escuchar estas palabras, se sintió abrumado de dolor:
--Lo que me pides, hijo mío, es imposible y está fuera de mi alcance. Nadie ha escapado jamás al temor de la vejez, la enfermedad, la decadencia y la muerte.

A partir de ese instante, la decisión del joven se afirmó más aun. Partiría en busca de la verdad. Se iría de noche, secretamente. Una vez liberado de los lazos del nacimiento, se despojó de todo cuanto le recordaba su casta y su rango. Se cortó el pelo. Un religioso no podía lucir la larga cabellera del guerrero. Intercambió con un cazador el traje de piel de siervo de este por sus vestiduras de seda Benarés. Frecuentó las escuelas de los Brahmanes más renombrados por su saber y su prudencia.

2.- Mas tarde, a ejemplo de su tía Pradjapati, la bella Gopa entró en la vida religiosa, lo mismo que otras dos esposas de Siddharta: Tacodhara y Utpalavarna

Sin embargo, la enseñanza brahmánica no le satisfizo. No había en ella “la indiferencia que conduce a la liberación de la pasión” Muy pronto, se opuso a las bases de la opresora tutela de esta religión y comenzó a predicar otra, una religión de despego de las cosas, pero también de dulzura, bondad, claridad, sencillez.

Acababa de cumplir los treinta y seis años cuando, al atravesar un bosque, se detuvo bajo una enorme higuera.(3) Allí permaneció varios dias, sin comer, sentado, meditando y rogando a los dioses que le ayudasen a encontrar la verdad. Y una mañana, sintió que la «inteligencia suprema» penetraba en el, que poseía al fin el secreto de los destinos y la salvación universal. Había descubierto el absoluto. Acababa de nacer una religión nueva.

Marchó a predicar por primera vez a Benarés. Allí reclutó a sus primeros discípulos, sin distinción de casta ni de raza. «La diferencia entre la enseñanza búdica y la brahmánica reside por entero en la predicación. Esta tenia por efecto poner al alcance de todos las verdades que antes compartían solo las castas privilegiadas,” afirma el historiador Eugene Burnouf.

Veamos ahora en resumen los cinco principios fundamentales de la moral búdica: no matar, no robar, no cometer adulterio, no mentir, no embriagarse.

Predica también la renuncia de si mismo, el desprendimiento. Hay que apartar todos los obstáculos que se oponen a la extinción del deseo, causa de todos los dramas, de manera que se llegue al «nirvana», a la liberación, al «desprendimiento supremo». Como Cristo, Buda tuvo que soportar la tentación del demonio.

En su retiro de Urulviva, resistió los asaltos de Mara, dios del Amor, del Pecado y de la Muerte. Salió victorioso de esta lucha.

Otra analogía con Cristo: durante toda su vida se opuso a los brahmanes. Y no empleaba mas contemplaciones en sus criticas a su respecto de las que emplearía mas tarde Jesús frente a los fariseos.

Su apariencia física, en cambio, difería diametralmente de la de Cristo. Siddharta, en su calidad de Buda, poseía «los treinta y dos signos caracteristicos» y «las ochenta marcas secundarias del gran hombre». Signos y marcas considerados entonces como el prototipo de la belleza perfecta, tal como exigía el canon indio de aquella lejana época La cima de su craneo estaba coronada por una protuberancia. Su pelo, «de un negro oscuro, con reflejos cambiantes» y bellamente rizado, se volvía hacia la derecha.

Tenia la frente ancha, lisa; «las pestañas semejantes a las de una novilla»; los ojos sonrientes, rasgados, de un negro oscuro; la nariz prominente; las cejas iguales, unidas, regulares; las mejillas plenas: los labios bien dibujados.

EI Buda tenía asimismo, al parecer, cuarenta dientes, «la lengua ancha y delgada», los hombros bien redondeados, los brazos descendiendo basta las rodillas, los dedos redondeados y afilados, las uñas bombeadas, «tirando al color del cobre rojo», los dedos de los pies largos, el tobillo saliente.

Para completar el retrato, dice la leyenda que unas lineas figurando el diseño de una rueda adornaban las plantas de sus pies Gracias a eso, mas tarde, los budistas pudieron reconocer sus huellas en diversos lugares, que convirtieron en puntos de peregrinación...

Todas las tradiciones concuerdan al señalar las circunstancias y el lugar de su muerte. A la edad de ochenta años, volvía a Radjagriha, a pie como siempre, acompañado de un gran numero de discípulos, entre ellos Ananda, su preferido. Después de atravesar el Ganges, visitó la ciudad de Valsali, donde ordenó a varios religiosos. Se encontraba cerca del río Atchiravati, cuando se sintió presa de una inmensa lasitud. A punto de desfallecer, se detuvo en un bosque, bajo un arbol. Allí murió

Se le celebraron unos funerales grandiosos, «con toda la solemnidad que se reservaba a los monarcas soberanos». Ocho días después de su muerte, se quemó su cuerpo, dividiendo sus cenizas en ocho partes.

Al cabo de dos milenios, los budistas del mundo entero no dejan de conmemorar el «pasaje terrestre» del Sabio entre los Sabios. Por ejemplo, en la ciudad de Kandy (isla de Ceilán), donde se alza un santuario en el que se conserva un diente de Buda (guardado e siete estuches, encajados unos en los otros), sus fieles vienen a recogerse ante él todos los años. La inestimable reliquia se pasea por las calles de la ciudad, en el curso de una procesión donde se despliega todo el fasto de Oriente.

A la luz de esta bonita leyenda, tan conmovedora y embebida de toda la poesía oriental, tan genuina, no resulta difícil concebir que los artistas y artesanos que se dedicaron a perpetuar la imagen de Buda lo hicieron con verdadero fervor, que impregna literalmente sus obras.

Del mismo modo, se comprende que, mas adelante, los grandes iniciados, los religiosos, incluso los hechiceros, lograsen comunicarles misteriosos «fluidos» espirituales y, para decirlo todo, mágicos.

Lejos de sonreir ante esta afirmación, como podríamos sentimos tentados a hacer, mas vale que examinemos los hechos irrefutables.

Veamos en primer lugar la muy extraña historia de una estatuilla del siglo XVII, representando a Avalokitecvara, dios de la Misericordia.

Se trata de un bronce de una gran finura, con turquesas incrustadas, procedente del Tibet. El dios, que tiene cuatro brazos, aparece sentado, sujetando el loto sagrado contra su pecho.

Preside su tocado un «Anistaba» (avatar de Buda, facil de reconocer por el mas importante de sus «signos particulares», la protuberancia de la coronilla).
Quien era, pues, el dios de la Misericordia?

De acuerdo con la leyenda, al verdadero Avalokitecvara le correspondió cumplir una misión muy hermosa, la de anunciar a la hija del rey Suprabuda que iba a convertirse en la madre del «Sabio de los Sabios», aquel que, en la plenitud de su vida, merecería el sobrenombre de Buda.

Para llevar a cabo esa misión, tomó la forma de un pequeño elefante blanco, con seis colmillos, y se introdujo una noche en el sueño de Maya Devi.

Siempre en sueños, el divino paquidermo le atravesó el flanco con la punta de uno de sus colmillos, sin que ella experimentase el menor dolor.

Poco después, aunque ahora en pleno día, el «aspirante a Buda» descendió -ya lo hemos visto- en forma de un rayo luminoso, a fin de proyectar la «divina semilla» en el seno de la joven reina, que, como se sabe, quedó encinta a consecuencia del misterioso fenómeno.

Sin embargo, solo varios siglos después de la muerte de Buda, la leyenda subrayó un hecho sorprendente, es decir, que el anunciador de Buda fue el propio dios de la Misericordia. Observando desde lo alto de los cielos lo que ocurría en la tierra, se conmovió ante la desdicha, ante el dolor de los humanos. Con el propósito de salvarlos a todos, resolvió enviarles a aquel que iba a convertirse en el futuro Buda. 
De ahi la necesidad de preparar a Maya Devi para este extraordinario acontecimiento, anunciándoselo por adelantado Esta poetica leyenda no difiere apenas en su fondo de la que precedió a los comienzos del cristianismo. ¿Acaso el nacimiento de Jesús no le fue anunciado a la Virgen por el angel Gabriel? ¿Y no se lo comunicó el profeta Juan el Bautista a las multitudes de Judea y no bautizó mas tarde a Jesús en las aguas del Jordan?

Ahora bien, en 1968, una vidente parisina, Jacqueline Lebeau, entró en posesión de la estatuilla representando al dios de la Misericordia. Se la regaló un amigo en señal de agradecimiento.

No solo la vidente habia guiado a ese amigo en momentos difíciles, ayudándole con sus prudentes consejos a salvar los escollos con que tropezaba en su camino, sino que, gracias a ella, el alma de aquel hombre se abrió a la vida espiritual. Se le ocurrió entonces la idea de dirigirse al Tibet, una de las principales cimas de la espiritualidad, a fin de meditar en este ambiente único en el mundo.

Y allí se enteró de la existencia de la estatuilla, propiedad de un pintoresco anciano, gran coleccionista de objetos sagrados antiguos y anticuario a ratos.

Después de mucha insistencia, acabó por adquirirla. El anciano vacilaba en separarse de ella, ya que, según se decía, concedía la gracia solicitada «cuando alguien la tomaba en sus manos y formulaba vehementemente un deseo».

Se trataba de una estatuilla intacta, conservando todavía en su interior las ofrendas hechas en tiempos lejanos, en agradecimiento a sus bondades. En efecto, de creer en la leyenda oral, contiene varias piedras preciosas amalgamadas con turquesas reducidas a polvo. Un trocito de pergamino en el que se hallan inscritas tres palabras mágicas acompaña al conjunto. El orificio esta debidamente obturado con una especie de pez y precintado con un sello en el que figuran signos misteriosos facto con una especie de pez y precintado con un sello en el que figuran signos misteriosos. 
 
Cuando Jacqueline Lebeau tomó en sus manos este relicario tan antiguo, sintió en el acto sus radiaciones.

-Fue una impresión extraordinaria -dice-. Una gran dulzura y, al mismo tiempo, una gran fuerza se desprendían de el. De pronto me sentí relajada, tranquila, mas ligera.

Por nada del mundo se le hubiera ocurrido violar la estatuilla para comprobar su contenido. Sin embargo, no pudo evitar plantearse cuestiones. Por mucho que viviera sumergida en lo irracional, no por eso se dejaría engañar.

«La leyenda de esta estatua es maravillosa -se dijo-. No cabe la menor duda de que emite radiaciones positivas. No obstante, en lo que se refiere a sus poderes secretos, mas vale esperar... Dejemos actuar a los acontecimientos...»
Y colocó la estatuilla en una pequeña estantería, detrás de su mesa de despacho, sin volver a pensar en ella.

En los días que siguieron, recibió como de costumbre a varias consultantes mas o menos abrumadas por preocupaciones de orden financiero o sentimental, pero ninguna cargando sobre sus hombros pruebas insoportables. Hasta que una tarde se presentó en su casa una mujer de mediana edad, muy bella todavía, con unos admirables ojos verdes, donde se leía una desdicha sin limites.

A partir de ese momento, nos sumergimos en lo extraño. Cuenta Jacqueline Lebeau:

Sin decir una palabra, la señora depositó delante de mí una pequeña foto representando a su marido. Solo se veía la cara. Apenas tome la foto entre mis manos, me sobresalté. Aquel hombre estaba padeciendo un verdadero martirio... Presentí que dolores fulgurantes atravesaban sus brazos, sus piernas. .:

-jQué curioso! Tiene las piernas encogidas en la postura de Buda....

Al oir mis palabras, la señora palideció, muy trastornada.

-Es verdad. Y si trata de extenderlas, de devolverlas a una posición normal, el sufrimiento se hace intolerable. Lleva varios años en cama. Los médicos se han declarado impotentes. Dicen que mi marido es «un caso». Lo toman por un simulador, puesto que no padece de parálisis, dado que las piernas le duelen y son sensibles al tacto";,,.

Después de concentrarme le dije a la señora:

-No, no es un simulador. Esta viviendo un verdadero calvario. Creo que «paga» una falta que cometió mucho tiempo atrás..., mas de doce años... Procure ayudarme, si puede... Presiento algo tan terrible... Esa falta parece relacionarse con algo sagrado.
¿Esta usted al corriente?

Su rostro se demudó, aunque se dominó para no estallar en sollozos. Luegomovió afirmativamente la cabeza. Una vez calmada, dijo:

-Si, en efecto, mi marido cometió un verdadero sacrilegio... Lo hizo por espíritu de lucro. Se encontraba en Indochina cuando un aventurero le propuso venderle, por un precio módico, un magnifico buda procedente del pillaje de un templo... Hacía años que el hombre ocultaba la estatua en su casa, pero quería deshacerse de ella antes de regresar a Francia. No se atrevía a traerla el mismo a causa de las dificultades que no dejarían de surgir en la aduana. Además, por diferentes razones, no sentia ningún interés en atraer sobre ella atención de las autoridades oficiales... Mi marido se apresuró entonces a adquirirla, incrementado su interés por el hecho de que conocía a un millonario norteamericano, de Texas, con el que había comerciado de vez en cuando. Consiguió venderle aquella muy antigua obra de arte por una cantidad fabulosa. El millonario era un hombre pervertido, que colocó en seguida la estatua sobre una peana, en un extremo de su amplia piscina, donde, en cada una de sus recepciones, se desarrollan orgías dignas de la Roma decadente. 
 
Semejante sacrilegio no podía permanecer impune. Así se lo declare a mi marido, que se limitó a encogerse de hombros. Sin embargo, en los años que siguieron, su humor cambió. Su habitual dinamismo se trocó en una especie de torpor. Su actividad de hombre de negocios—se ocupaba de asuntos de exportación e importación—se resintió a causa de ello. Pronto se manifestaron los primeros síntomas de su enfermedad. Los violentos dolores le impedían sostenerse en pie. Sentado, padecía menos, aunque a condición de doblar las piernas en la postura de meditacion del Buda. Después le tocó el turno a los brazos, que tuvo que cruzar so pena de sentir horribles mordeduras, «como si invisibles cangrejos le devorasen vivo».

Ahora es un hombre muy disminuido, incapaz del menor gesto, del menor es fuerzo. Sus sufrimientos no dejan de aumentar... Una amiga me dijo que poseía usted una fuerza fluídica particular. Decidí venir a consultarla. ¿Le será posible hacer algo para atenuar sus dolores? Porque, si continua así, acabara por perder la razón. . .
Estoy acostumbrada a las confidencias mas inimaginables. Confieso, sin embargo, que sentí un inmenso malestar ante el relato de un caso tan inverosímil.
Que podía hacerse por aquel hombre, victima sin la menor duda de las terribles consecuencias de su mediación? lncluso la oración, mi arma mas eficaz, me parecía impotente para vencer el maléfico poder de aquellas fuerzas misteriosas.

¿Quien se atrevería a negar la realidad de las radiaciones desconocidas que emanan de ciertos objetos de culto, de estatuas sagradas; expuestas durante siglos a la veneración y a las plegarias de los fieles en los lugares de gran espiritualidad?

De pronto, al pensar en las estatuas «cargadas», se me ocurrió una idea: tal vez mi dios de la Misericordia se apiadaría del sufrimiento de aquel hombre, y sobre todo de la desdicha de aquella mujer, tan digna de compasión. la tomé de la estantería en la que lo había puesto y se lo tendi.

-Tóquelo y rece con toda su alma jQue el dios de la Misericordia venga en su ayuda!

Asombrada, hizo lo que yo le sugerí. No obstante, añadió: 
 
-¿Es todo cuanto puede decirme?
-Si. Por el momento, no veo ninguna otra cosa. Recemos... Esperemos... y ...Ya se verá.

En el instante en que ella iba a salir de la habitación, tuve una inspiración:

-Déjeme la foto de su marido. Voy a ponerla bajo el buda.

La señora me confió entonces una pequeña foto de carné y se despidió de mí bastante perpleja, tengo que confesarlo.

Pasaron seis meses antes de que Jacqueline Lebeau volviera a tener noticias de su visitante.

Al fin, una tarde de otoño la vio entrar en su consultorio, con los brazos cargados de flores. Su rostro de rasgos relajados, sonrientes, daban testimonio, sin necesidad de que hablase, del dichoso cambio acaecido en su hogar.
La señora explicó a la aliviada vidente que, poco después de su precedente visita, los fulgurantes dolores que torturaban a su marido empezaron a manifestarse a intervalos cada vez mas prolongados.

Al cabo de una semana, le sugirió que tratase de poner una de sus piernas en posición normal. El le respondió que le resultaba imposible. Sin embargo, al irse espaciando los dolores cada vez más, y ante la insistencia de su mujer, consintió en intentarlo. Terminó por desdoblar la pierna derecha y dejarla colgar fuera de la cama. Después, le tocó el turno a la izquierda. Pero todavía no lograba levantarse. Los músculos atrofiados no respondían ya a su voluntad. La decepción hizo que fallasen sus frágiles nervios. Los ojos se les llenaron de lágrimas. Maquinalmente, se las enjugó con el dorso de la mano.

--¿Ves?—le dijo su mujer en tono triunfal-- Has recobrado el uso de las manos. Ten confianza. Las piernas acabarán por sostenerte como antes. Las oraciones que se dicen por ti te ayudarán.
No se atrevió a hablarle de su visita a Jacqueline Lebeau ni de la misteriosa estatuilla del dios de la Misericordia.

Entretanto, día tras día, los progresos se fueron haciendo más precisos. Cuando consiguió por fin mantenerse en pié, hubo que reeducarle, que enseñarle de nuevo a andar. Poco a poco, gracias a un kinesiterapeuta, la musculatura de sus piernas volvió a la normalidad. Al mismo tiempo, la expresión de su rostro se modificó. La tez se aclaró. Su prominente vientre disminuyó de volumen. Dejó de parecerse a un Buda
En la actualidad, no padece ningún dolor. Anda sin bastón y comienza a vivir normalmente, En compañía de su mujer, piensa ir a acabar su convalecencia en su propiedad de Yonne. Su pesadilla ha terminado.

Cosa curiosa, el viejo proverbio occidental:”Ayúdate y Dios te ayudará” recuerda mucho a ciertas máximas de Buda.

Serge (4) acostumbra a citar a algunas de ellas: “Antes de nada, protégete a ti mismo”. “Solo en ti mismo, gracias a tu fuerza interior, encontrarás ayuda y protección” “Recuerda que no existe nada duradero, a excepción del cambio”

Lo cual no impide que, a la luz de su larga experiencia, de sus numerosas estancias en la India, crea también a pies juntillas en los misteriosos “poderes” de ciertas estatuillas asiáticas.
En su apartamento parisino---un verdadero museo---vive rodeado literalmente de figurillas mágicas. Cada habitación está ornamentada con un número increíble de estatuas, de objetos rituales, que van desde thankas rarísimos—admirables pinturas sobre tejido, colgadas en las paredes y denominadas “La rueda de la Vida”, especie de laberinto secreto que representa el ciclo de la existencia humana desde el parto a la muerte—hasta mandalas del Tibet, figuraciones geométricas e iniciáticas, objetos de alta meditación, ante los cuales suelen orar los lamas. Esto les transporta “hacia la iluminación absoluta”

En una estantería, el dorgé, pequeño instrumento mágico de bronce en forma de bastoncillo de diez centímetros de largo, terminando en cada extremo por una especie de bola, se codea con una campanilla. Los lamas sostienen el dorgé con una mano, mientras agitan la campanilla con la otra. Esto confiere “la fuerza” y el “conocimiento”
En su casa, se va de descubrimiento en descubrimiento. Todo el misterio y todo el encanto de la India se encuentra en su apartamento. Sobre un velador, se ve un Pur-Bhu, puñal de bronce macizo, del que se sirven los lamas para ahuyentar los demonios, los malos espíritus.
Más lejos, una “madera de encantamiento”, especie de horquilla, cuyas puntas han de sostenerse con las manos. Dichas puntas han sido ligeramente quemadas en un “fuego sagrado”

--Es muy benéfica—dice Serge--Protege
Del Templo del Sol, situado en Marcande, Cachemira, el escritor se trajo una piedra cubierta de inscripciones mágicas, protectoras.
En fin y sobre todo, se puede admirar una extraordinaria colección de Budas, Bodhisathvas («aspirantes a Budas») y Taras (diosas femeninas) de diferentes tamaños.
Una de éllas, la Diosa de Oro, es una pieza rarísima del siglo XVII, originaria de un monasterio del Tibet. Se trata de la diosa budista del Conocimiento y de la Sabiduría y se llama Manyucri.

La tengo desde hace sesenta años—me confió Serge—La compré en el rastro de Paris..En aquélla época feliz, se conseguían aún increíbles descubrimientos. Esta diosa Tibetana me ha acompañado durante toda mi vida. Siempre me ha sido benéfica. Poseo la prueba de que emanan fuerzas de la estatuilla. Entre otras cosas, presenta la particularidad de atraer hacia ella toda clase de objetos sagrados procedentes de los templos tibetanos. Cada vez que deseo poseer tal o cual estatuilla, concurren de inmediato las más extraordinarias circunstancias para traerla hasta mis manos. Cuando viajo, la diosa me sigue a todas partes. En 1940, me encontraba en el Lot. Pero no había dejado a mi diosa en Paris. Me la había traído conmigo. Sabía que ella me protegería. Y me salvó de una muerte cierta en una circunstancia dramática.

»Formaba yo entonces parte del maquis de Cahors, pero quiso el
azar que se me ocurriese aquel día ir en bicicleta a la ciudad, en compañía de mi mujer. Una decisión equivocada, ya que aquella mañana los alemanes patrullaban por las calles, pidiendo los carnés de identidad y deteniendo a todos los hombres. La víspera, a modo de represalia por no recuerdo qué hazaña de la Resistencia, habían quemado el pueblo de Freycinet-le-Gelat, lo mismo que hicieron con Oradour-sur-Glane, de siniestra memoria.

Apenas me dio tiempo de decirle a mi mujer: “Escapa” Un soldado con casco y uniforme camuflado me detuvo. Era un tipo corpulento, uno de los mongoles capturados por los alemanes en el Cáucaso y a los que habían enrolado en su ejército de ocupación en Francia

Sin pronunciar una palabra, me clavó la metralleta en el vientre, obligándome a avanzar de espaldas delante de él. En tan incómoda posición, me hizo atravesar una parte de la ciudad. Mientras andaba, tuve un pensamiento para mi diosa, a la que había tocado media hora antes. ¿Acudirá en mi ayuda?

En aquel momento, mientras atravesábamos el admirable puente Valentré, llamado “El Puente del Diablo”, pude ver en el brazalete del esbirro un triángulo azul pálido como el cielo de su país y sobre ese triángulo, una mezquita, una palmera y una estrella… De nuevo pensé en mi Diosa de Oro. “Tiene que sacarme de aquí, en caso contrario estoy perdido” Y en el acto me sentí inspirado. Me dije: “Este tipo debe ser originario de Turkestán oriental y seguramente comprenderá el árabe” En seguida, le interpelé en esta lengua:

“—Salaam Aleikum (La paz sea contigo)
Sorprendido, me miró como si me viese la primera vez. Había reconocido en mí a uno de sus hermanos. Retiró la metralleta, me tendió la mano y me dirigió un gesto que significaba claramente:
¡Lárgate!” ¡Y vaya que si me largué!
.
, Según este muy erudito tibetólogo, hay que situar las estatuillas sagradas, budas o de otro tipo, frente a la puerta de entrada y nunca de espaldas
Las obras de arte tibetanas son las más “cargadas” de todas. Por eso él posee un gran número de éllas.
Solo resultan maléficas las que han pasado por las manos de los hechiceros hindúes, que las “sobrecargan” de malignidad.
En cuanto a las estatuas africanas, Serge ha conocido demasiados dramas provocados por éllas para conservar una sola en su casa

--Me deshice de una magnífica colección de “negros”:estatuillas, máscaras, bastones de fetichistas.. Rebosaban de “voltios” de encantamiento.
Serge conoció a unas personas que poseían a una estatua africana de gran belleza, originaria de Gabón. Ocupaba el lugar de honor en su apartamento del barrio del Parque Monceau.
Tan pronto como la vió, les dijo:

--Esa estatua es peligrosa, maléfica. Tendrán que desencantarla.. o librarse de élla.
No quisieron escucharle, no creyendo en lo que éllos llamaban ”superticiones ridículas”

--Yo presentía que la muerte rondaba a su alrededor—me dijo Serge—que pronto habría un duelo en la familia si no se apartaban de ella.

Aún no había transcurrido un año cuando se enteró de la muerte accidental de la joven ama de casa.
Por lo demás, un gran número de anticuarios comparte esta opinión
--No me queda más remedio que reconocerlo—me confesó el señor M…, especializado en el negocio de las estatuillas antiguas—
Los “poderes nocivos” de ciertos objetos y piedras africanas no tienen nada de imaginarios. Por nada del mundo los llevaría a mi casa, a mi apartamento. Los dejo siempre en el almacén.

Mientras espera a venderlas a uno de esos fanáticos coleccionistas, toma la precaución de envolver las estatuillas en varias capas de papel negro. Después las encierra en el rincón más oscuro de un armario. Al parecer, de esta manera se neutralizan sus ondas nocivas.
--No hay que olvidar—me explicó—que esas esculturas han sido trabajadas por negros que son a la vez notables artesanos y expertos hechiceros y que han “polarizado” sobre esos objetos temibles fuerzas malignas.

Ella es a la vez luz y sombra.

Luz por su físico de morena resplandeciente, demostrando que belleza y feminidad pueden cohabitar con el saber. Luz por su franqueza, su entusiasmo ante la vida y sus riquezas. Luz, en fin, por su fervor en cuidar y aliviar el sufrimiento.

Sombra por sus ojos y su cabello oscuro, su piel mate, por todo aquello que calla por modestia, tacto, discreción o pudor, por sus silencios y por un cierto lado secreto de su caracter.

Hasta tal punto que, aunque impregnada de sol y enamorada de el, se complace sin embargo en la penumbra misteriosa de su gabinete de consulta. Lo que se conoce de ella mas bien se adivina y deriva de intuiciones, de deducciones, que de sus propias confidencias.

Al filo de la lectura, veran diseñarse poco a poco una doble silueta: la de un medico, formado en la escuela cartesiana del materialismo científico, que descubre el balance de su experiencia, y la de una mujer plenamente consciente de estar vinculada a las fuerzas todavía inexploradas de la espiritualidad universal, una mujer que confiesa su amor por lo humano... .

Estas breves lineas están tomadas del prefacio que mi colega J... P... dedicó a una obra sabre las medicinas naturales, escrita por la doctora Genevieve X...

No hay nada que añadir a este retrato fiel, a excepción de que también a mi me había impresionado la atmósfera que rodeaba la «penumbra misteriosa de su gabinete de consulta».

Esa extraña atmósfera la creaba sabre todo la presencia de un inmenso buda. Ocupaba la totalidad de la repisa de la chimenea y medía mas de un metro de alto por un metro de ancho. Muy antiguo, con la pátina de los años, su rostro era extraordinario. Como laGioconda, su enigmática mirada seguía al visitante. ¿Ilusión? ¿Imaginación? Me parecía que su expresión se modificaba de acuerdo con el «clima» del momento, el ambiente del dia.

Al principio, le encontré un aire benévolo. Mas tarde, su sonrisa se volvió progresivamente inquietante. Al menos, me daba esa impresión.

Una vez establecidos lazos de amistad entre la doctora y yo, me permití un día preguntarle en que circunstancias había llegado a su poder aquella magnifica estatua.

Me explicó que había pertenecido antes a uno de sus pacientes. Un hombre ya de edad, solitario, original y riquísimo. No se sabía porqué, la había apodado «el Buda del Destino».
Una mañana de invierno, le fulminó un ataque de hemiplejía.
Sus miembros quedaron inertes. No obstante, conservaba el uso de la palabra. A su petición, la doctora acudió a su cabecera.

Ante su gran sorpresa, encontró a los empleados de una casa de mudanzas empaquetando el buda que el hombre tanto apreciaba.

-¿A dónde hay que llevarlo? -preguntó uno de los hombres.

-A donde se les ocurra. No quiero verla mas.

Pero al ver a su visitante, le dijo a quemarropa:

-Llega usted a tiempo. ¿Le gustaba, no? Pues si no le parece demasiado estorbo, puede quedarse con él.

En efecto, hacia ya mucho tiempo que la doctora se sentía atraída por aquella imponente estatua. Por consiguiente, aceptó la generosa oferta sin intentar profundizar en el motivo que impulsaba al anciano a separarse de una de las mas prestigiosas piezas de colección.

Nunca mas volvió a ver a su paciente. Como sucede con frecuencia en semejantes casos, lejanos parientes de provincia se presentaron sin tardanza, engolosinados con la perspectiva de una fabulosa herencia. Montaron una guardia vigilante en torno al anciano, eliminaron todas las antiguas relaciones del enfermo, reemplazaron al fiel personal por una pareja de vietnamitas, enigmáticos y silenciosos, a los que dieron la consigna de no dejar penetrar a nadie en el apartamento.

Por ese motivo, tras enterarse de que «un primo médico» se ocuparia en adelante del enfermo, la doctora no insistió más.

Fascinada por la mirada del buda, le pregunté un día a Genevieve X... si me permitiría fotografiarlo, a fin de incluir su foto un próximo libro.
Accedió. Sin embargo, el proyecto quedó para mas tarde, pues to que yo tenia que ausentarme por varias semanas.

Fui a hacerle una ultima visita antes de marcharme. Al entrar en su gabinete de consulta, por lo general tan agradable, sentí por primera vez una curiosa impresión. Como si las armoniosas vibraciones, para emplear el lenguaje de los ocultistas, hubieran desaparecido.

Maquinalmente, alce los ojos hacia el_buda. Me quedé pasmada ante su expresión. Parecia mirar a la doctora con aire hostil. Aquel dia comprendí, dejando aparte todo razonamiento, que algo maléfico se centraba sobre ella. ¿Debía comunicarle mis aprensiones?
Podría decirle: «Mire a su buda. Resulta terriblemente amenazador
Nunca me había dado cuenta hasta este punto. Tiene usted que deshacerse de el lo mas pronto posible. Además, ¿Acaso no dio mala suerte a su anterior propietario?»

Ante aquella encantadora mujer, que me acogí sonriente, serena como de costumbre, no me atreví a hablar. ¿Para que alarmarla? Después de todo, tal vez mis temores fuesen solo fruto de mi imaginación. Me abstuve de todo comentario al respecto.

Aquel dia marche a la Haute-Savoie, con la intención de escribir en un ambiente tranquilo.
Desde Saint-Gervais, le envié una tarjeta postal.

A mi regreso, un mes mas tarde, la llame por teléfono para fijar la fecha en que podría visitarla en compañía de un fotógrafo.

Ante mi gran sorpresa, su teléfono permaneció mudo. En el transcurso de la mañana, repetí varias veces la llamada. Y en cada ocasión, ninguna respuesta.

Entonces, recordé de repente mis sombríos presagios. ¿No habría ejercido ya el «Buda del Destino» su maléfico poder? Consulté febrilmente la guía de teléfonos. En la dirección de mi amiga -una hermosa casa antigua situada en un barrio residencial del distrito XVI- encontré el número del conserje del edificio. Marqué llena de aprensión. Me respondió una voz femenina al otro extremo del hilo:

-La doctora Genevieve X... murió hace diez dias, de una meningitis fulminante Al pedir que me precisasen la fecha de su muerte, me di cuenta de que había sobrevenido el mismo día en que yo le escribí por última vez


Una lectora manifestó el deseo de conocerme. Eso sucede con frecuencia, pero en esta ocasión la mujer insistía al teléfono, con una voz angustiada, al borde de pánico
Acepté, pues, recibirla al día siguiente por la mañana. Llegó en compañía de sus dos hijas gemelas, Martine y Chantal, ambas encantadoras, en todo el esplendor de sus veinticinco años.
En cuanto a ella, representaba unos cincuenta mal conservados, con el rostro prematuramente envejecido por las preocupaciones Era muy distinguida, muy al viejo estilo francés, a la vez digna y como presurosa de librarse de un doloroso secreto.
El hecho de que me hubiese escogido como confidente me conmovía, si bien no alcanzaba a imaginar en qué podría yo serle útil.

Se presentó como sigue: señora R…, viuda dese hacía nueve años de un presidente del Tribunal de la Seine. Y he aquí su relato:

En su juventud, su marido había participado en la guerra de Indochina. Muy aficionado a los objetos exóticos, se había traído de la jungla asiática diversas cerámicas muy antiguas, así como un pequeño buda procedente de las ruinas de un templo abandonado, invadido por las lianas de la selva.
El Sr R… sentía un gran cariño por esta estatuilla, ya que según decía, le había salvado la vida. En todas las emboscadas, todos los peligros en que se vió mezclado, había rozado la muerte cien veces. Atribuía su milagrosa protección al buda, que no le abandonaba jamás.

De regreso en Francia, regaló su precioso talismán a su hijo Jean-Marc, el cual, terminados sus estudios de medicina, acababa de abrir un consultorio en Montmartre. Aunque, en el pasado, el ilustre estadista Georges Clemenceau inició su trabajo como médico en la Butte, los discípulos de Esculapio nunca apreciaron particularmente este barrio.
Por este motivo, al regalarle el pequeño buda, le dijo su padre:

-Tienes que colocarlo sobre tu mesa de despacho. El primer dinero que ganes lo pondrás bajo el buda... Estoy seguro de que tu carrera se iniciará bajo buenos auspicios. Ya lo verás.

Y en efecto, el joven médico, carente de toda relación personal en aquella pintoresca zona del distrito XVIII, contó bien pronto con una clientela escogida, No una clientela formada por pintores mala muerte y vagabundos, sino por pintores de renombre, dueños
de restaurantes y hombres de negocios.

Y su prestigio aumentó como una bola de nieve, con tal rapidez que le lleno de extrañeza. Por el contrario, el magistrado no se sorprendió en absoluto ante el súbito éxito de su hijo.
Mientras vivió, le repetía con frecuencia a su mujer:

-Ya se lo dije. El buda tenia que darle buena suerte.
Algunos años mas tarde, a Jean-Marc se 1e ofreció la oportunidad de ir a instalarse en Burdeos, en uno de los barrios mas hermosos de la ciudad.

Antes de marcharse, tuvo un gesto digno de su padre. Le entregó el buda a su madre.

-Mi porvenir esta ya asegurado -le dijo--, así que te lo doy Tienes mas necesidad que yo de su protección. Ojala te sea benéfico, y ayude a mis hermanas en sus proyectos artisticos.

En efecto, sus dos hermanas soñaban ambas con una carrera apasionante, pero dificil. Martine seguía los cursos de pintura en Bellas Artes, mientras que Chantal, dotada de una bonita voz, esperaba conquistarse un nombre en el mundo del canto.

Una vez que su hermano se fue, y estimuladas por la misteriosa presencia del buda, las dos muchachas emprendieron, cada una por su parte, numerosas gestiones, Martine presentó sus primeras obras a los marchantes de cuadros. Chantal se puso en busca de un empresario y entró en contacto con varias casas de discos.

Cierto que los resultados no podrían ser obtenidos de inmediato pero, bonitas y bien dotadas como eran, deberían encontrar una acogida favorable,.. No ocurrió asi. Todas las puertas se cerraban ante ellas. Siempre se las acogía con mala cara. De todas partes se las despidió, con cortesía, desde luego, pero con una firmeza glacial.

Este balance negativo las consternó.
Poco después, se produjo un acontecimiento asombroso. En plena noche, las tres mujeres se despertaron sobresaltadas al oir una serie de chasquidos, como crepitaciones que, según su propia expresión, “estallaban con un sonido tan seco como si se tratara de una metralleta”
A toda prisa, encendieron la luz y se dirigieron al comedor, de donde procedían los siniestros ruidos. . Allí descubrieron algo muy extraño: varios de los muebles acababan de agrietarse de arriba abajo. No en una linea recta, sino en zigzag, recordando la forma de los rayos.

Las altas puertas, hermosamente talladas, del viejo armario normando, lo mismo que las del aparador, aparecían cubiertas de anchas hendiduras, como si algún vándalo se hubiera encarnizado contra ellas a golpes de hacha. Varios vasos de cristal, alineados en las estanterías de la vitrina, se habían roto.

De pronto la madre dejó escapar un grito:

-jEs un castigo...! Nunca debí de tocar al buda!

Y confesó a sus estupefactas hijas el acto estúpido de que se había hecho culpable la semana anterior. "

Examinando el buda con una lupa, había descubierto debajo de la estatuilla un sello grabado en una materia blanda. Entonces, sirviéndose de una navaja, raspó el sello e hizo saltar la resina que obstruia la parte hueca del buda, a fin de «ver lo que había dentro».
-“¿Y… que había? -le pregunté.

-Retiré cinco perlas, muy bellas, y un pequeño resorte coronado por dos cuernos minúsculos. Creo que simbolizaba al diablo..,

Después de la «violación», cometió la tontería de quemar todos aquellos objetos en la chimenea, en lugar de devolverlos a su sitio.

Avergonzada a posteriori de su comportamiento sacrílego, no se atrevió a confesar su mala acción a sus hijas.

Pero se vio bien obligada a comprobar que, a partir de ese dia, todo les empezó a salir mal.

Las muchachas, hasta entonces tan llenas de entusiasmo, vivían ahora encerradas en si mismas, acomplejadas hasta el punto de no atreverse a iniciar la menor gestión.

-La mas pequeña iniciativa de nuestra parte esta condenada al fracaso --comentó Chantal-. Todo se nos deshace en las manos, como si una invisible barrera se interpusiese entre nosotras y las personas con las que nos ponemos en contacto. En resumen, resulta evidente que un mal conjuro se ha abatido sobre nosotras.

La señora R..., entre gemidos, pero conservando siempre su estilo de la «vieja Francia», dejó escapar esta anticuada reflexión:

-¡Imagínese! ¡Se van a quedar para vestir santos! No hay un marido a la vista. Tendría que sacarlas al mundo. ¿Pero con que medios, Dios mio?

Por fin, vino al objetivo de su visita. Me suplicó que le permitiese tocar mi collar mágico, con la esperanza de compensar el maleficio.

Aunque me pareció indigna de tal favor, accedí a su petición, sin cierta reticencia, lo confieso.

La señora R... manipuló mi talismán con sus dedos ganchudos y me juró eterno agradecimiento.

Prometió tenerme al corriente de cómo evolucionase la situación, y se fue, como liberada de un gran peso.

No volví a recibir noticias de las tres mujeres.

Pasaron dos años.

Por casualidad, durante una visita a un amigo mio, reputado marchante de cuadros de la avenida Matignon, vi colgado en el cimacio de su galería un cuadro muy bonito, en el que figuraba fresco paisaje de la Ile-de-France: un río serpenteante y, a lo lejos un pueblo con su campanario, un poco irreal entre la bruma azulada del crepúsculo. Lo firmaba Martine R...

Por consiguiente, había conseguido liberarse del maleficio y proseguía su carrera con éxito.

El marchante conocia asimismo a Chantal, que había asistido la inauguraci6n de la exposición de su hermana, acompañada de su marido, un joven y brillante abogado. Había renunciado de modo definitivo a la canción y esperaba un feliz acontecimiento para finales de año.

En cuanto a su madre, Martine la encontró, un día tirada cuan larga era en el suelo del comedor. Yacía muerta, fulminada por una crisis cardiaca, entre sus muebles familiares, tan curiosamente raya dos por hendiduras irreparables.




Las Ardennes belgas son el marco de esta otra historia autentica de un buda benéfico.

Al terminar sus estudios en el mismo colegio de Namur, dos amigos de infancia se habían jurado no perderse nunca de vista, sucediese lo que les sucediese.

El mayor de ellos, Jean de Sombreffe, poseía un buda japonés de bronce dorado, tan antiguo que el oro que recubría al principio el metal habia desaparecido casi por completo. Solo quedaban algunos toques, aqui y allá, que producían un hermoso efecto sobre el magnifico bronce. En una mano, sostenía un pebetero; en la otra, un loto sagrado.

En el curso de los siglos, el buda pasó sin duda por muchas vicisitudes, ya que no solo le habían vaciado de su contenido, sino que, en algunos puntos, el metal abollado, agujereado, parecía demostrar la brutalidad con que le trataron los saqueadores.

En tiempos pasados, había sido objeto por parte de esta familia belga de una veneración idéntica a la que se consagraría a una imagen de la Virgen. En materia de devoción, hay casos raros que no se pueden discutir.

Durante los trágicos acontecimientos de 1940, poco antes del éxodo que lanzó en confuso montón por los caminos a civiles y militares, Jean de Sombreffe, antes de unirse a su regimiento, fue a visitar a su amigo Raymond Bastin.

-Te traigo mi mas preciada posesión -le dijo, tendiéndole el buda-. Se trata de un talismán que nunca ha abandonado a mi familia durante mas de dos siglos. Te lo regalo. Cuídalo bien. Os protegerá a ti y a los tuyos. Yo estoy solo en el mundo y ya no lo necesito..

Ese gesto tan generoso,¿no se hallaba impregnado de una especie de premonición? En todo caso, lo que siguió, como vamos a verlo, demostró la verosimilitud de la hipótesis.

En aquel trágico mes de junio, como otros muchos militares forzados a arreglárselas por si mismos tras el desastre de los ejércitos aliados, Raymond no pudo hacer otra cosa que batirse en retirada ante el fulminante avance de los alemanes.

Cortadas las comunicaciones telefónicas, desaparecidos los jefes en la tormenta, fueron muchos los soldados franceses y belgas que vinieron a engrosar la oleada de civiles que huian hacia Francia.

Montando en una bicicleta que encontró abandonada en el patio de una granja, cuyas ruinas humeaban todavía, Raymond consiguió llegar a la frontera atravesando el bosque ardenes, que conocía bien.

Plegándose a las circunstancias, bajo el intenso bombardeo de la aviación enemiga, recorrió las carreteras de Francia, invadidas por los refugiados.

Al cabo de algunos días, durante los cuales asistió impotente a la muerte de numerosos civiles, segados por los ataques aéreos, llegó a Normandía sin un rasguño.

Después de una noche pasada en el granero de una granja hospitalaria, en compañía de otros refugiados, siempre en bicicleta y siempre bajo las ráfagas de las ametralladoras aereas, se encontró sano y salvo en Limoges.

El éxodo había terminado para el. Sabia que podría pasar todo el tiempo que necesitara en casa de su amigo, el cual acostumbraba ir a cazar con él el jabalí en sus bosques ardeneses.

Entre el escaso equipaje del superviviente, figuraba el buda japonés, envuelto en un pañuelo de seda.

-Si la gente se hubiera enterado de lo que transportaba en semejantes circunstancias -dijo a su amigo--, me hubieran tomado por un loco.
Cuando se firmó el armisticio, Raymond regresó a Bélgica. En coche esta vez, cosa entonces excepcional, dada la escasez de gasolina.

Halló a los suyos en perfecta salud, puesto que la pintoresca y pequeña ciudad turistica de Marche en que habitaban había escapado a los bombardeos de la Luftwaffe.
Tan pronto como le fue posible, se dirigió a la casa solariega de Sombreffe. Deseaba contarle a su mejor amigo su peligroso viaje y la milagrosa protección de que había disfrutado.

Al llegar al gran paseo que se abría entre hayas, encontró al viejo guardabosque, quien le comunicó que Jean de Sombreffe habia muerto en el canal Albert, el primer día de la batalla.
Privado de las virtudes de su talismán, no fue mas que un militar sin defensa entre millares de otros, y cayó como ellos.

Desde entonces, en recuerdo de su hermano de elección, Raymond conserva fijado en la pared de su cuarto de estar, sobre una pequeña estela y al lado del retrato de Jean, el buda sonriente, que continua protegiéndole, lo mismo que a sus hijos y a sus nietos.

¿Existen ciertos budas con un «poder» particular, que actúa sobre una determinada parte del cuerpo, para bien o para mal?
¿Depende esto de las fuerzas fluidicas con que los cargaron poderosos ocultistas o hechiceros?

El enigma suscita numerosas polémicas entre los orientalistas pero ninguno ha conseguido aun descubrir una explicación valedera.

A este respecto, conocí hace algunos años a una señora que poseía un buda, el cual le causó una serie de desventuras a la vez curiosas y desagradables.

Se trataba de la señora De Grazia y habitaba no lejos de la plaza Daumesnil.

Arqueóloga y criptógrafa, le apasionaba la parapsicologia. Habia participado en numerosas excavaciones en toda Francia. Además, era la autora de un libro titulado L 'enigme des templiers, lo que no le impedía, durante el resto de su tiempo, recibir a los componentes del “ Todo París”, deseosos de conocer su diagnostico en lo que se refería a sus posibilidades de éxito.

Una de esas personas le regaló un buda japonés muy antiguo, delicadamente esculpido en cuarzo verde. Los siglos le habían aportado la inimitable suavidad de su pátina.

Ya en la misma noche del dia en que recibió el principesco regalo, una muy dolorosa y súbita fluxión dental le impidió asistir a un concierto al que estaba invitada.
Una fluxión que juzgó «anormal», ya que nada la justificaba. Su intuición -muy grande- le hizo sospechar del buda. Enérgica y decidida, se dijo: «No quiero objetos maléficos en mi casa. Guardare el buda en el sótano».

Y sin mas tardar, lo bajó en efecto al sótano, en el segundo subsuelo, y no volvió a pensar mas en el.

Pero existen personas impulsadas al parecer por el destino y que aparecen en el momento oportuno para influir en nosotros, para hacernos reconsiderar nuestras decisiones.

Asi ocurrió con la señora De Grazia.

Recibió la visita de un colega arqueólogo, interesado en particular por los objetos sagrados de Extremo Oriente. Entonces le habló de su buda. Su compañero quiso verlo. Ambos bajaron al sótano.

Tan pronto como tuvo la preciosa estatuilla entre sus manos, el arqueólogo exclamó:

-¡Qué maravilla! Hay que devolverla sin falta a plena luz. Es un crimen tenerla relegada aqui, entre el carbón y las maletas viejas. Créame, una obra de arte como esta no puede ser maléfica.
Tiene usted demasiada imaginación.

La señora De Grazia se dejó convencer y volvió a colocarlo en el salón, sobre un velador.

Ocho días mas tarde, se produjo el «accidente». Un accidente extraño y cuyas consecuencias pudieron ser graves.

Una amiga de la señora De Grazia vino a pasar el dia del domingo con ella. Como de costumbre, se trajo consigo su perro mastin, un buen animal de pelo largo, desbordante vitalidad y que inspiraba a la arqueóloga un gran afecto. Tan pronto como el perro entró en la habitación, para manifestar su alegría, se alzó sobre las patas traseras, tratando de alcanzar a la señora De Grazia. Sucedió tan de repente que esta perdió el equilibrio y cayó de mala manera contra la puerta cristalera que separaba el salón del comedor.

Se partió la parte inferior de la cara, es decir, la mandíbula y los dientes. Resultado: estancia en una clínica, una intervención quirúrgica, tres meses de atentos cuidados, numerosas visitas al dentista antes de recobrar el uso normal de la boca. --Y menos mal que tuve suerte—decía—Pude quedar desfigurada. Esta vez no quedaba duda posible. 

Los poderes del Buda actuaban sobre la mandíbula y los dientes Basándose en esta desagradable experiencia, decidió desembarazarse del buda de manera definitiva Cualquier anticuario le hubiese ofrecido una gran cantidad por él. Pero era demasiado escrupulosa y demasiado desinteresada para pensar en tal solución. ¿Sobre la dentadura de qué inocente víctima continuaría el Buda sus jugarretas? Decidió tirarlo al Sena. Una desdichada gripe le impidió llevar a cabo su proyecto de inmediato. 
Entretanto, una amiga suya, una elegante mujer de negocios, llamó un día a su puerta. --He venido sólo un momento para enterarme de cómo se encuentra—dijo—No me detengo. Me esperan para comer en Lapérouse. Tengo pendiente un importante negocio, que depende de los financieros canadienses a los que voy a conocer en esa comida.

La señora De Grazia tuvo entonces una inspiración.

--¿En Lapérouse? Eso está en la orilla izquierda… ¿Querría hacerme el favor de tirar este paquetito al Sena? No intente ver lo que contiene. Es un objeto maléfico del que quiero deshacerme…
Sin molestarse en profundizar en lo que tomaba por un capricho de su original amiga , la señora metió el pequeño paquete en su bolso y se marchó

Mientras conducía su coche, miró la hora en su reloj del salpicadero. Las doce y cuarenta y cinco… Si pretendía estacionar a orillas del Sena, llegaría con retraso a su cita.
«Ya tiraré el paquete después de comer», decidió.
A la hora indicada, se encontraba en el restaurante, donde la esperaba su socio parisino, acompañado por los negociantes de Quebec
.
La comida comenzó bajo los mejores auspicios.

Después de los entremeses, servidos con champaña rosado, vino la langosta. Sin dejar de hablar, la señora quiso pelar una pinza del crustáceo, insuficientemente partida.
Se la llevó a la boca, mordió con delicadeza el caparazón y… ¡Horror! ¿Qué vieron caer los hombres de negocio canadienses en el plato de la elegante parisina? Su prótesis dental, sobre la que se alineaban, en un orden impecable, sus cuatro dientes delanteros, los mismos a los que se debía todo el esplendor de su sonrisa.

Desdentada, cortado el aliento por lo repentino del “accidente”, humillada por el espectáculo de su prótesis yaciendo en el plato, media cubierta de mayonesa, la encantadora mujer perdió todos sus triunfos. Farfullando una excusa, retiró a toda prisa los dientes de la salsa, los enjugó con la servilleta y los metió en el bolso, junto al paquete cuidadosamente envuelto de la señora DeGrazia. De pronto recordó que contenía un “objeto maléfico” y comprendió que por fuerza existía una correlación entre ese objeto y el desdichado incidente.

En aquélla circunstancia, le falló su habitual presencia de ánimo. Durante todo el tiempo que se prolongó la comida, permaneció consciente de su lamentable apariencia. Hubiera preferido levantarse, abandonar el restaurante, huir y dejar allí a sus interlocutores, los cuales, estupefactos, incómodos también, no sabían qué decir.

Por último, acabó por cortar la embarazosa situación pretextando otra cita, No hubiera
logrado soportar el suplicio del café, durante el cual su pobre sonrisa desdentada, que la envejecía veinte años, no hubiera hecho más que acentuar su malestar.

Se acordó un nuevo encuentro para la próxima visita de los canadienses a Europa. Pero ella no se hacía ilusiones. Se trataba de un puro formulismo. El encanto se había roto irremisiblemente. No había nada que esperar. El negocio estaba perdido.

Hundida, disimulando apenas su turbación, se despidió con los labios apretados y la cara deshecha.
A toda prisa, atravesó el muelle, se acercó a la orilla del Sena y arrojó el paquete maldito a las agua verde amarillentas del río.

Después, con no menos precipitación, se dirigió a casa de la señora De Grazia y le contó la desventura.
Esta, muy compungida, solo pudo confirmarle el maleficio vinculado al buda. Y la consoló lo mejor que supo, asegurándole que otros éxitos profesionales vendrían pronto a compensar aquel fracaso, del que se sentía un poco responsable.

Me hallaba a punto de terminar este capítulo cuando recibí la carta siguiente:


Estimada señora:

Se por un amigo que esta usted escribiendo una obra sobre las joyas y los objetos benéficos o maléficos. He pensado, pues, que le interesará la historia de mi buda japonés, ya que posee la particularidad de mostrarse favorable o temible según las circunstancias. He aquí cómo entré en posesión de dicho buda. Un amigo que conocía mi interés por los bellos objetos vino a visitarme en los años sesenta y me dijo:

--Estoy en relación con un anticuario orientalista, un hombre excelente, que tiene un buda japonés muy hermosos. Quizá te interese. --¿Cuánto pide por él?

Me citó entonces una cantidad que me pareció más que razonable. En consecuencia, mi amigo y yo nos dirigimos al establecimiento de dicho anticuario, situado en una calle próxima al Pantheón. Sentado sobre su peana, el buda medía veinte centímetros de alto. Su aureola era un verdadero encaje, con la forma y finura de una hoja de loto. De proporciones admirables, los rasgos de su rostro reflejaban la más profunda meditación. En su frente había incrustada una piedra de luna en forma de cabujón.

--Según la simbólica—me explicó el anticuario--, la piedra de luna resulta más benéfica que el mismo diamante. Las manos del buda, unidas en forma de concha, reposaban sobre sus piernas cruzadas. Y en sus manos guardaba algunas monedas de oro y varias piedras de colores: un topacio, un rubí, un zafiro…
--¿No dispone usted de un escondrijo más seguro para sustraerlas a la codicia de un posible ladrón?—le pregunté--.A mi entender, representan un valor muy superior al que me pide por el buda.
--Por eso no forman parte de nuestro trato. Esas monedas y esas piedras no me pertenecen.
Y al observar mi extrañeza, continuó:

--Pertenecen a Buda y a quienes se las confiaron para que les den suerte. Puedo tocarlas, admirarlas, pero si a alguien se le ocurriese hacerlas entrar en lo que llamamos “el mercado de la plata”, se acarrearía los peores problemas.
--¿Y qué piensa hacer de ellas si me vende el buda?
--Devolverlas a la naturaleza, al mundo en que reina Buda y donde seguirán perteneciéndole. Venga—prosiguió--, sígame un momento

Como ya he dicho, nos encontrábamos en una calle cercana al Pantheon. El anticuario se apresuró a envolver sumariamente la estatuilla en un papel de seda y llevándola él mismo, nos arrastró a mi amigo y a mí hasta el estanque del Luxembourg, en el cual vertió todo su tesoro.
Al regreso, me hizo sopesar la estatuilla. Por su peso, por su pátina, había creído que era de bronce, sobre el cual subsistían algunos restos de dorado.

Ante mi gran sorpresa, la encontré tan ligera como una pluma. Sin duda no excedía de los trescientos gramos.

Viendo mi asombro, me explicó:
--No sabe usted nada sobre la sutileza de los artesanos asiáticos. Sobre todo de aquéllos para quienes el arte equivale a una oración. No puedo decirle en qué variedad de pino fue tallado este buda. Pero si sé que, en especial en el pino, el peso de la madera se debe sobre todo a la savia. Cuando un artista japonés ha elegido ya al árbol del que va a construir una estatua de Buda, lo traspasa con mil pinchazos de aguja. Por los agujeros se escurrirá toda la savia. Una vez que el árbol ha muerto, lo corta y deja secar la madera durante siete años. Su religión le impone ese plazo. Al fin, trabaja, talla, pinta,, da la pátina a la peana, a la estatua y la aureola. En todo lo cual tardará de nuevo siete años. Solo entonces irá a ofrecer su obra al templo, a fin de que aporte la felicidad a su familia durante siete generaciones. Y así es la obra que le vendo. Ojalá de igualmente la felicidad a las personas que usted quiere durante siete generaciones…

No pude evitar el preguntarle:
--¿Porqué se separa usted de un talismán de tanto valor?
--Porque para mí se ha convertido en maléfico. Ha matado ami amor.

Y me contó una extraña historia. Solía recibir regularmente en su casa a una joven por la que experimentaba un tierno sentimiento. Un día, sin que él se diese cuenta, se apoderó de una de las piedras preciosas de Buda, un zafiro.
--Le había gustado mucho la piedra y me dijo: “Móntala en una sortija, me encantaría…” “No se te ocurra tocarla—le contesté—Te traería mala suerte” Se echó a reir y cambió de conversación. Pero cuando se marchó, comprobé que se había llevado el zafiro…Al día siguiente por la mañana, me enteré de que se había matado en el acto al chocar con un camión en la autopista del Norte. Por mi imperdonable error, se había metido en ella en sentido contrario… Comprenderá por qué no quiero seguir conservando el buda en mi casa. En cierto sentido, me siento responsable de la muerte de mi amiga.

Pagué el buda y me lo llevé, con su peana y su delicada aureola.

Hace veinte años que lo tengo en casa, durante los cuales más de mil personas han depositado entre sus manos monedas de plata de poco valor---nunca han llegado hasta el oro--- y algunas pequeñas gemas, a fin de obtener su protección y sus favores.

Si hubiese guardado todas esas ofrendas, acumuladas con los años, tendría con qué llenar un cofrecillo.

Periódicamente, cuando las manos de mi buda están llenas, pongo en remojo trozos de pan atrasado. Formo luego una pasta y hago bolas pequeñas. En cada una de éllas, meto una moneda o alguna de las piedras. Incluso un día disimulé en una de éllas una pequeña sortija. A continuación, monto en mi coche y me acerco a los fosos de Chantilly para echárselas a las centenarias carpas, que las devoran con avidez.

Y esta es la auténtica historia de mi buda japonés. Si se decide a publicarla, le ruego por favor que no cite mi nombre, sino solo mis iniciales.

E, M.




1. El término se convirtió en el nombre sagrado del fundador del budismo, lomismo que la palabra Cristo es el nombre sagrado del fundador del cristianismo.
Debería decirse el Buda, igual que debería decirse el Cristo. [Los franceses dicenefectivamente el Cristo. N. del T.]

2. Mas tarde, a ejemplo de su tía Pradjapati, la bella Gopa entró en la vida religiosa, lo mismo que otras dos esposas de Siddharta: Tacodharta y Utpalavarna

3. Este árbol gigantesco -de la especie conocida con el nombre de pippala- se encontraba en Bodhimanda. Durante siglos, los fieles le ofrendaron un ferviente culto. Según el peregrino chino Heuen Tsang, en el año 632 de nuestra era, o sea, doce siglos después de la muerte de Buda, el árbol existía todavía.

4. Los lectores le han conocido ya en el capítulo anterior





Fuente: Los Poderes Mágicos de las Joyas. Simone de Tervagne (1983)






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