miércoles, junio 14, 2006

Ley de la Compensación

LA LEY DE COMPENSACIÓN

Los seres son herederos de sus actos.
Es el acto quien reparte a los seres. Buda.


Se vive de esperanzas. El asno corre tras la zanahoria. Cuando la ilusión desaparece, el motor vital se detiene, la muerte está próxima.
El pasado no cuenta, salvo para alimentar remordimientos o lamentaciones.
El presente no es nada. No tiene realidad, puesto que no tiene duración: se desvanece tan pronto como nace.
Solamente el porvenir es importante, porque retrocede a medida que avanzamos hacia él, porque no lo alcanzamos jamás y ofrece al deseo la escalada indefinida de la esperanza.
La esperanza es el alimento indispensable. El hombre que está privado de ella se debilita y muere.
El conocimiento de las Leyes de la Suerte refuerza la esperanza. Hemos visto cómo ciertas prácticas, ciertas actitudes, ciertos pensamientos dirigidos, permiten volver más accesible el objetivo deseado. En realidad, puede hasta afirmarse que no hay límites a la potencia del espíritu y que la voluntad es todopoderosa.
Sin embargo, esta carrera tras la esperanza no debe llevarnos a perturbar el orden natural de los destinos.
Pues si tomamos —por violencia, forzando nuestra suerte— una parte de felicidad superior a la que nos corresponde por derecho, entonces se desencadena el temible mecanismo de la compensación, encargado de restablecer el orden que el plan de la creación había fijado.
Esta Ley de Compensación funciona como el cuchillo de la guillotina. Es imposible escapar a él. Su rigor debe hacer reflexionar a los temerarios que creen que todo se debe a su suerte y a su ambición.
La dificultad, evidentemente, es cómo determinar con precisión el límite extremo por encima del cual no hay que seguir la carrera de la esperanza. Cuando se es un poco inexperto en el manejo de las armas que manejan la suerte, se está siempre tentado de superar el objetivo alcanzado, de ir más allá, de querer más de lo que se ha conseguido.

¡Es tan fácil, después de todo! Algunos trucos, algunas concesiones, una voluntad firme y asidua, no hace falta más para ofrecerse la embriagadora sensación de dirigir el destino. Si el orgullo ayuda, uno hasta se asombra con las facilidades de la escalada. Pero enseguida, un paso más se gana, y aquí tenemos que es demasiado tarde para volver sin daño por sus límites. Hay que pagar el exceso. No se admiten excusas: todo lamento es en vano. El exceso de ambición será castigado como un crimen. En un platillo de la sutil balanza la tara de compensación caerá como la espada de Brennus. De este modo la desgracia nace de la Suerte que ha sido forzada.

Los ejemplos extraídos de la historia, de la vida de los grandes hombres, son demasiado evidentes para convencer. ¿Cómo ponerse de acuerdo para decidir en qué momento preciso Napoleón o Alejandro forzaron su suerte? ¿Tal vez hubieran ido más lejos y más alto si hubieran respetado más todas las Leyes de la Suerte?
Fue despreciando los presagios que Julio César causó su propia pérdida; descuidó su suerte en lugar de forzarla. "La vejez es un naufragio", ha dicho Charles de Gaulle. ¿Era cierto para él pero no para los otros? ¿Cómo saber, cuando uno es espectador exterior de un destino fuera de serie, a partir de qué escalón se va a desencadenar la ley de la compensación? La luz de alarma se enciende en las profundidades de la conciencia. El hombre excepcional decide sólo entonces si se arriesga a empujar más lejos su suerte o si se conforma con haber cumplido su destino normal.
No es en esas alturas -donde la elección hecha por uno solo entraña consecuencias para pueblos enteros— que puede verse con claridad en los arcanos del destino.
Vale más referirse a ejemplos más humildes. El mecanismo de la compensación aparece allí entonces en su simplicidad trágica.

El lenguaje de los acontecimientos corrientes, cuando se pretende interpretarlo, se parece un poco, es cierto, a la nigromancia. No es comprensible más que para los creyentes; los otros no advertirían más que coincidencias sin valor demostrativo. Es la razón por la cual es por cierto abusivo aclarar un acontecimiento más que otro, otorgando un significado fatídico al plano de sombra inexplorable sobre el cual éste se desarrolla. Hay sin embargo situaciones en las que la fatalidad es tan evidente que no se puede impedir el extraer lecciones de ella.
El 23 de mayo de 1961, dos jóvenes circulaban a mucha velocidad en un Alfa Romeo sobre la Ruta Nacional N° 6. Al llegar a Lacanche (Costa de Oro), el automóvil abandonó la ruta y se estrelló contra un árbol. Los dos ocupantes murieron. Se llamaban Pierre-Gauthier y Vincent Mairaux. Los dos hijos de un hombre que forzó su suerte.
Político romántico, escritor de acción, esteta lírico; en resumen, dandy revolucionario sacudido por la voluntad de poder, André Malraux había franqueado deliberadamente el umbral crítico más allá del cual no podía dejar de obrar la Ley de Compensación. Aunque se tratara de un hombre público, sus secretos privados no debían ser revelados; pero los familiares del ministro escritor leerán entre líneas.
En 1960, el modelista Marc Bohan, llegado de Londres donde vegetaba en el exilio, tomó el poder en la casa Dior de París. Es una victoria debida a intrigas bastante complicadas. En este tenebroso asunto, donde las malas lenguas del mundo de la costura nunca terminarán de afilarse, el héroe tuvo que cambiar sus costumbres forzando a la suerte. Se necesitaba una victima expiatoria. Pues hay siempre una Ifigenia cuando se quiere contrariar los vientos del éxito que va a soplar. La señora de Marc Bohan se mató algunos meses más tarde en un accidente de automóvil.

El automóvil se ha vuelto, en nuestros días, el arma predilecta y de precisión de la Fatalidad. Las citas con la muerte se conciertan, para familias enteras, desde hace ya mucho tiempo, en ciertos cruces de caminos. En los accidentes de ruta, la Suerte se revela con su rostro descubierto, en estado salvaje. Se puede seguir el hilo rojo que lleva a cada víctima (y a cada sobreviviente) al límite fatídico. No hay azar en ello. Todos los casos son motivados. Los incisos del juicio que condena o que absuelve son de una lógica inatacable. Se los puede leer antes del accidente; pero más frecuente es que no se los comprenda sino después del golpe.
Ni en la leyenda ni en la historia se encontrará un ejemplo verdaderamente satisfactorio. Ni siquiera eligiendo, entre los contemporáneos, nombres propios, personajes conocidos. Pues se puede siempre cuestionar el significado de una desgracia que destaca la crónica, de un accidente que los diarios describen y explican.
Para probarlo, estoy obligado a sacar mis referencias ejemplares entre las anónimas víctimas de la Ley de Compensación. Su caso es simple, claro como un esquema educativo. No hay escapatoria, no hay divergencias» no hay exégesis. Es la fatalidad matemática.
Evidentemente, no dejo al lector la posibilidad de verificar, ya que borro los datos de los testigos. Hay que creer en mi palabra. Pero, luego de haber escuchado mi relato, ¿quién se atreverá a dudar de su verdad?

EL VERDADERO PRECIO DE UNA CASA

Se trata de una pareja de ancianos llegada a la edad de la jubilación. Este hombre y esta mujer habían tenido su parte de suerte en una vida mediocre. No estaban agriados ni eran rebeldes. Pero he aquí que un sueño irrealizable los obsesionaba: tener una casita en el campo para terminar en ella sus días. No podían pensar en otra cosa; estaban dominados por ese deseo; su imaginación se hallaba dirigida hacia esta única esperanza. ¿Pero qué hacer para realizarla? No esperaban ninguna herencia. Los premios gordos de la lotería son difíciles y la compra, cada semana, de un décimo de la lotería nacional seria una carga demasiado pesada para su magro presupuesto. Su hija única, que era su alegría y su orgullo, se ganaba cómodamente la vida; los ayudaba, redondeaba el fin de mes, pero no era con sus economías que ella podría comprar una casa a sus padres.
El deseo se convierte en obsesión. Envenena la vida de estos buenos ancianos. Pero ni nada ni nadie puede dar la menor esperanza en esa noche desolada donde ellos se lamentan rumiando su deseo irrealizable.
Como todos los débiles y desesperados, los señores B, no tienen más que un solo recurso: el milagro. ¿Por qué no podrían encontrar fortuitamente la suma que les falta bajo los cascos de un caballo o en la chimenea una noche de Navidad? ¿Habrá alguna receta mágica, una piedra filosofal, capaz de realizar este deseo? La fe es siempre la consecuencia del deseo. Se cree para tener el derecho de esperar.
La vieja pareja no se entregará a los charlatanes de los avisos (¿por suerte o por desgracia? ¿quién lo decide?). Un camarada de trabajo de su hija forma parte de una secta de inocentes que se dedican al estudio de la Felicidad bajo la conducción de un viejo profesor de hebreo. Este sabio maestro, venerado, enseña a sus discípulos cómo vivir felices. El señor y la señora B. le son presentados y le confiesan muy ingenuamente que cuentan con él para realizar su sueño. Lo toman por un hechicero todopoderoso.
—No soy yo, son ustedes mismos quienes son capaces de transformar la esperanza en realidad, les responde el viejo sabio. Les bastará con quererlo muy fuertemente y muy asiduamente.
—Pero justamente queremos esa casa con todas nuestras fuerzas y no dejamos de pensar en ella, le responden los B.
—Entonces ustedes la tendrán. Es necesario solamente que aprendan a orientar vuestra voluntad y vuestro deseo en una buena canalización, la que conduce a las cataratas de las fatalidades irreversibles. Pero antes de revelarles algunos truquillos muy simples, los medios sin magia y sin misterio que facilitan la realización de la esperanza, debo ponerlos en guardia contra las consecuencias posibles de un golpe de fuerza tal de la Suerte.
Trató de hacerles comprender el mecanismo de la Compensación:
—¿Es prudente alimentar un deseo tan ardiente por una casa que no os traerá quizás la felicidad ansiada? Si, para conseguirla, vosotros forzáis a la Suerte, será necesario que paguen el peaje de este exceso. No corran un riesgo tan grave. Harían mejor en resignarse, en contentarse con la mediocre y maravillosa felicidad que han ganado en la lotería del nacimiento. La más elemental prudencia ordena no contrariar la Suerte que han tenido.
Los señores B. no comprendieron estas explicaciones. Querían su casa. Que les indicaran los medios para obtener su objetivo y ellos lo intentarían todo sin cuidarse de las inexplicables represalias de la desgracia con las que se los amenazaba.
Esta humilde pareja no tiene nada en común con los héroes de las parejas griegas. La fatalidad debería olvidarse de las pobres gentes. ¿Un golpe de pulgar dado a un destino mediocre puede perturbar el plan de la creación? Sin duda, puesto que en el hervidero casi anónimo de los proletarios de la suerte, la Ley de Compensación juega con el mismo rigor que en el campo de los héroes y de las estrellas.
Aun si no se trata más que de un miserable robo de felicidad cometido por exceso de deseo. En todos los casos, ¡ay!, hasta los más insignificantes, desde el momento en que la frontera ha sido violada, el Orden y el Equilibrio del universo son puestos en cuestión.
No hay entonces diferencia entre los grandes hombres y los otros, entre los destinos fuera de serie y los de las bestias de tropa. La rebeldía de una hoja que quisiera cambiar el dibujo de una de sus nervaduras sería tan grave como la de Lucifer. Ya sea Napoleón el que fuerza su suerte para conquistar el mundo, o un pobre jubilado que fuerza la suya para poseer una casa de campo, el escándalo es el mismo, el peligro es igual de grave. En los dos casos, el equilibrio deberá ser restablecido, la Compensación jugará de forma ineluctable.
Los inocentes B. no escaparon a ella. Cediendo a sus instancias, el profesor de Felicidad y de Hebreo les enseñó los medios prácticos de dirigir la suerte. ¿Si es fácil, por qué privarse de ello?
Durante varios meses se concentraron metódicamente sobre la imagen de su esperanza. Su casa, la concretaron hasta en los menores detalles. Dibujaron con cuidado en un papel no solamente la fachada exterior sino también el plano interior de cada habitación. Fue un verdadero esfuerzo de creación, un parto de la imaginación. Cada noche, antes de acostarse, trabajaban durante horas tratando de proyectar las imágenes de su obsesión. De este modo la casa empezaba a existir verdaderamente un poco fuera de su imaginación.

Un día llegó en que la encontraron físicamente. Se levantaba ante ellos, exactamente igual a como la habían soñado, con su fachada de piedra, sus marcos de ladrillos rojos, el techo de pizarra, su balcón de madera, su jardín con arriates. Ni siquiera escuchaban las explicaciones del notario que los guiaba en su visita. Sabían mejor que él el número de habitaciones y las ventanas, la disposición de los lugares, la ubicación del gallinero y de la conejera.

La casa soñada se había convertido en una casa real. Pero para que el milagro fuera completo, faltaba todavía que el señor B. se convirtiera en su dueño, es decir, encontrar el dinero para pagarla. ¿Ese dinero iba a caer del cielo?

No dudaron ni un instante de su suerte. En la borrachera eufórica de esta felicidad conquistada a medias, se comprometieron ante el notario a volver con un cheque la semana siguiente para firmar el boleto de compra.
Habían tomado conciencia de su poder. Iniciados en la técnica de aplicación del deseo, sabían ahora cómo se fuerza a la suerte a obedecerla dar un paso más, cómo se puede obligar a la esperanza a materializarse. Ya encontrarían el dinero.
Lo encontraron, en efecto. Recibieron el cheque: era exactamente por el monto del precio de la casa, comprendidos todos los impuestos.
Fue una compañía de seguros quien lo envió, luego de la muerte accidental de su hija única.
El señor y la señora B. tuvieron la casa de sus sueños. La pagaron con la pérdida del único ser que querían y en el que habían puesto toda su complacencia. Terminaron sus días en la desesperación y .en el remordimiento. Se necesita una desgracia tan grande para compensar el suplemento de Suerte que habían arrancado a la fuerza a su destino.


EL TALION DEL MEDICO DE ZURICH

Sucede también que la Ley de Compensación se limita a ser la expresión de la justicia inmanente. En ese caso, evidentemente se vuelve más equitativa ante nuestros ojos; ella se explica, se justifica: aporta una reparación. La Ley del Talión es terrible; al menos satisface la lógica. Mientras que la compensación de un exceso de Suerte por un sufrimiento o una desgracia, he aquí que supera nuestro entendimiento.
Ante ciertos estallidos de esta "justicia inmanente", uno no se atreve a pronunciarse. Por ejemplo, luego de haber leído la historia que voy a contar ahora, cuál de mis lectores no vacilará en proclamar con certeza: " ¡Bien hecho! ", juzgando así como un castigo Justo la muerte de un hombre honesto que no había cometido ningún crimen.
Este drama fue contado en su momento en todos los diarios. El prólogo no es más que un suceso bastante banal; es el epílogo lo terrible, y da qué pensar.
Un médico de Zurich había hecho construir para sus vacaciones un chalet aislado sobre la orilla de un lago de montaña. Era un amante del buen vino y de la buena carne; también había llenado su bodega de botellas fechadas y de sabrosas conservas. Para proteger su tesoro contra los ataques de los vagabundos, había hecho blindar todas las puertas y poner por todas partes cerraduras inviolables.
A pesar de sus precauciones, constataba sin embargo, en cada estadía en su chalet, que sus preciosas provisiones habían disminuido. En su ausencia, alguien entraba en la casa sin dejar rastros y celebraba verdaderas francachelas.
Después de investigar, terminó por descubrir el camino seguido por el ladrón: aquél se deslizaba simplemente por la chimenea hasta el interior de la casa y, luego de haber comido y bebido, volvía a irse abriendo desde el interior los cerrojos de la puerta de entrada.
El médico de Zurich decidió entonces cerrar con una reja esta vía de acceso que solamente Papá Noel hubiera debido estar autorizado para usar. Pero en lugar de hacer instalar la reja en el orificio de la chimenea, la hizo poner abajo, justo sobre el hogar. El ladrón que cayera en esa trampa no podría salir de ella; tendría que esperar que vinieran a liberarlo.
Voluntariamente o no —¿quién lo sabrá jamás?— el médico se quedó varios meses sin volver a su chalet. Cuando volvió, la presa había caído muy bien en la trampa; pero estaba muerto de hambre. Cuando se sacó el cadáver, el médico legista que hizo la autopsia constató que el prisionero se había arrancado las uñas a fuerza de rascar los ladrillos oscurecidos por el hollín para tratar de subir.
Legalmente, el propietario tenía el derecho de proteger sus bienes, las finas botellas y sus latas de conserva. Ante los ojos de la ley humana, era inocente de la muerte del ladrón.
Pero la Justicia inmanente —que puede ser uno de los aspectos de la Ley de Compensación--- pesa la responsabilidad en otra balanza. La prueba es que, algunos meses más tarde, el médico de Zurich fue víctima de un accidente de automóvil en un camino desierto: precipitado en una grieta de hielo, agonizó toda una noche, con las vértebras rotas, solitario y desesperado en el fondo de su chimenea de hielo.
Para consolarse y darse valor para soportar el castigo de una falta o la compensación de un exceso de suerte, se puede siempre decir que después de todo tal vez valga más "pagar" en este mundo que en el otro.



Capítulo XII del libro Las leyes de la Suerte del periodista y escritor francés
ROGER de LAFFOREST